Blogia
el expreso de medianoche

Primera Clase

Un automóvil de acero inexorable (Juan Marsé)

Al atardecer de un día de verano, con su traje blanco y su maletín negro, el señor Alcón, poderoso financiero de mucho fuste y lustre -y digo esto no sólo porque fuera corpulento y lustroso, sino atendiendo al enorme prestigio profesional que transpiraba su persona: era, digamos, un auténtico tiburón de las finanzas-, volvía muy contento a su gran mansión conduciendo su automóvil, después de dar por concluida una provechosa jornada de suculentas reuniones y voraces firmas. Cuando se disponía a entrar en el jardín, observó junto a la verja de hierro, en la tapia encalada y erizada de vidrios que protegía sus dominios, un graffiti hecho toscamente con spray negro y letras muy grandes que decía:

NO APARCAR SE LLAMA A LA GRÚA

Sentado en la acera, debajo de esa inscripción, un niño con las manos todavía negruzcas, sonriente y pobremente vestido, miraba fijamente al señor Alcón. Lleva unas gastadas sandalias de goma y una camiseta como una telaraña. No tendría los doce años, ni la piel muy blanca ni el pelo muy sedoso ni la nariz respingona ni pecas ni nada de eso que distingue a los niños graciosos en los cuentos graciosos, pero en sus grandes ojos negros bailaba una luz vivísima y en su sonrisa morena una convicción extraña y feliz.
Pegada a la tapia no había ninguna placa reglamentaria, ni municipal ni privada, que garantizara la pertinencia y legalidad de la prohibición de aparcar, y aunque la tapia le pertenecía, el señor Alcón nunca había aparcado allí su coche ni pensaba hacerlo, ya que tenía su propio garage en la finca. Así que terminó de cruzar la verja, dejó el coche en el garage y regresó andando a la calle para encararse al niño sentado debajo del aviso. Llevaba en la mano el maletín negro.
-¿Tú has escrito eso, muchacho.
-Sí, señor. Nadie puede aparcar su coche aquí, señor. Si usted lo hace, llamaré a la
grúa.
-¿Ah sí. ¿Y quién eres tú para decirme eso. ¿Cómo te llamas?
-Me llamo Ahmed, y vengo del desierto.
-¿Y a qué juegas, pequeño mamarracho. Has ensuciado la tapia de mi jardín. ¿Qué te
propones?
-Es un aviso de vado permanente, señor, y está ocupado. ¿Es que no lo ve?
-¿No veo qué.
-Mi automóvil. Está aparcado aquí, junto al bordillo -Ahmed señaló el aire frente a él-. Aquí mismo. Mire cómo brilla la carrocería. ¿Le gusta?
-Yo no veo aquí ningún automóvil -gruñó el señor Alcón.
-Usted no quiere verlo. Es un Lincoln Continental de 1945 de color azul celeste
-insistió Ahmed-, y está fabricado con planchas de acero inexorable.
-Querrás decir inoxidable, niño ignorante -resopló el financiero.
-¡Quiero decir lo que he dicho! -protestó Ahmed-. Tóquelo y comprobará que es acero inexorable. ¡Acérquese más y fíjese bien, hombre!
El señor Alcón avanzó dos pasos con el maletín en la mano y algo en él empezó a rechinar. El señor Alcón era uno de esos financieros muy bien empaquetados que al andar crujen por algún lado, como hacen las botas ortopédicas, compactas y lustrosas. Se paró, dejó el maletín en el suelo y fijó la mirada en la nada: donde Ahmed decía que había un automóvil aparcado, él no veía absolutamente nada. Bueno, sí, había unas manchas de grasa en el asfalto y el aire allí parecía oler a gasolina quemada. -¡Muchacho, tú sufres alucinaciones! -dijo encarándose con Ahmed-. ¡Tú eres un
redomado embustero!
Ahmed no le hizo caso. Con su dedo negro de pintura señalaba el coche invisible.
-Pierde un poco de aceite, mire. Y me han roto un cristal -se lamentó-. Pero es
nuevo de trinca.
-¡Deja ya de soltar embustes y fantasmadas! ¡Aquí no hay ningún coche ni nada de
nada!
En realidad algo sí había, pero las pequeñas pupilas depredadoras del señor Alcón no iban más allá de la nada aparente. De ir un poco más allá, habrían captado una hilera de hormigas diminutas que se cruzaban compulsivamente con otra hilera igual de compulsiva; avanzaban por entremedio de miles de fisuras de cristales que cubrían el asfalto como un manto de nieve. Por rutas distintas, ambas procesiones de hormigas se dirigían a la mancha de aceite.
-Usted, señor, no sabe mirar -dictaminó Ahmed.
-Bueno, vamos a ver -dijo conciliador el hombre de negocios-. Si me limpias el muro que has ensuciado, te daré una buena propina.
¿Cuánto?
-Un euro con cincuenta céntimos.
-No me basta, señor -dijo Ahmed-. Necesito mucho más, porque tengo siete hermanos al cuidado de mi abuela en un campo de refugiados saharaui, y lo están pasando muy mal. Por eso he decidido vender el automóvil de acero inexorable. ¿Me lo compra.
-¡Muchacho, tú estás loco! ¡Lárgate, o llamaré al guardia municipal!
Furioso, el señor Alcón cogió su maletín negro, dio media vuelta y se internó en el jardín.
Al día siguiente, al dirigirse nuevamente a sus asuntos, vio a Ahmed sentado tranquilamente en el mismo sitio, la espalda apoyada en la tapia con la inscripción, que ahora era más explícita:

SE PROHIBE APARCAR (LLAMO A LA GRÚA)
SE VENDE ESTE LINCOLN CONTINENTAL

A lo largo de la calle desierta, en este barrio tan distinguido de las afueras de la ciudad, nunca se veían coches aparcados, y menos al socaire de los altos muros del jardín, de modo que el orondo hombre de negocios no se extrañó al no ver ni rastro del automóvil azul que Ahmed insistía en señalar con su dedo sucio:
-Buenos días, señor. Aquí lo tiene. Suba y pruebe las marchas. Porque usted me va a comprar el coche, a que sí.
Con su tensa sonrisa barnizada, el señor Alcón miraba a Ahmed con recelo.
-Nunca compro nada sin antes verlo, pesarlo o catarlo.
-Estupendo, hay que ser precavido -dijo Ahmed.
-Yo hago negocios con petróleos lejanos, ¿sabes, y siempre lo pruebo antes de
comprarlo.
-Claro, señor. Le dejo tocar mi coche.
-¡Y dale! ¿Cómo quieres que toque algo que no se ve?
-Suba al coche y póngase el cinturón de seguridad. Si hace lo que le digo, lo verá.
-Yo nunca me pongo el cinturón de seguridad -dijo el magnate de petróleos lejanos.
-Allá usted, señor. Entonces, cierre los ojos y no los abra hasta que yo le diga.
Muy a pesar suyo, el señor Alcón se sentía intrigado. Y a regañadientes, cerró los ojos y casi en el acto oyó el ruido de un motor poniéndose en marcha suavemente, como una seda rasgándose.
-¿Lo oye. -dijo Ahmed-. Ahora ya puede mirar.
Pero aunque oía perfectamente el ruido del motor -lo traería el viento desde alguna otra parte, de otro vehículo, pensó el señor Alcón-, el coche al que apuntaba el dedo de Ahmed seguía siendo invisible.
-¡Bah! -exclamó el hombre decepcionado-. ¡Quédate con tu automóvil inexorable, yo tengo mucho trabajo! ¡Y no quiero verte cuando vuelva!
Sin embargo, al regresar aquel mismo día de sus lances financieros con su impoluto traje blanco y su maletín negro, Ahmed le esperaba en el mismo sitio con su fantástico coche impalpable. Nuevamente, el muchacho le explicó que necesitaba urgentemente vender el automóvil para ayudar a sus siete hermanos y a su abuela en el campo de refugiados Saharaui.
-Si me lo compra, lo verá en el acto -insistió Ahmed-. Debe usted creerme, señor.
-No me hagas reír, chico -dijo el señor Alcón, y se metió en su casa sin querer oír
nada más del asunto.
Pero esa noche durmió mal, con pesadillas: veía un coche que se estrellaba una y otra vez contra el muro de su jardín. Al día siguiente, por primera vez en cincuenta años,
el señor Alcón no fue al trabajo. Ocurrió que, al salir de casa muy temprano, no vio a Ahmed en su sitio de costumbre, y le entró de pronto un desasosiego desconocido. ¿Qué le habría pasado al pequeño embustero. Le esperó todo el día, sentado en el bordillo de la acera con su maletín negro lleno de dinero, y cuando Ahmed apareció era ya de noche. Venía con la cabeza gacha y vendada y el brazo en cabestrillo y se sentó muy triste en la acera.
-Para que vea que el coche existe, me he estrellado con él, mire las señales en la tapia -le explicó-. ¿Me lo compra, sí o no. La reparación ya está hecha, si quiere verlo no tiene más que probar las marchas y encender los faros y la radio.
Con cara de asombro, el señor Alcón hizo un último intento de razonamiento:
-Nadie puede estrellarse con un coche que no existe...
-Eso cree usted, señor dijo Ahmed-. Un niño amigo mío acaba de morir en el sur de
Gaza de una bala que aún no ha sido disparada de un fusil que todavía no ha sido
fabricado.
-¡Está bien, basta! -dijo el hombre de negocios dándose por vencido.
El tesón y la fe inquebrantable que el chico mostraba acerca de la existencia real del automóvil habían acabado por conmoverle-. Ya vale. Coge mi maletín y vete.
-Gracias, señor. Súbitamente, la luz cegadora de unos faros cayó sobre el señor Alcón y sobre Ahmed sentados bajo la inscripción de la tapia, y el Lincoln Continental de color azul estaba allí frente a ellos, perfectamente visible con sus formas estilizadas y elegantes.
Con el maletín en la mano, sopesando los dineros que habrían de paliar las penalidades de su familia y de sus amigos en el campo de refugiados, Ahmed abrió sus grandes ojos chispeantes y sonrió al incrédulo financiero.
-¿Lo ve ahora, señor.
-Sí -dijo el señor Alcón serenamente-. No sé por cuánto dinero me lo habrías vendido, muchacho, pero te diré una cosa...
-Sé lo que me va a decir, señor, -lo interrumpió Ahmed-, que un automóvil de acero inexorable como este, no tiene precio. Y dando media vuelta, Ahmed desapareció en la noche.

Juan Marsé

Una lectora corrige a su escritor preferido (Manuel Vázquez Montalbán)

Por más intentos que haga de ignorar, eludir, soslayar, mis comentarios sobre su novela El Final, a pesar de que un Rey le felicite por ella (como estadista puede que sea una joya, pero... chico, qué discursos más cursis compone -o se deja componer-; una buena crítica por parte de tal crítico: "Lacoste!, Lacoste!"). Basta ya de pelar la pava, no tenemos tiempo que perder (temo que inicie sus vacaciones, y nos quedemos en "suspenso"; eso de tener que trasladar a septiembre lo que pudo haber sido y no fue, no va conmigo). Cuando se ha tenido como objetivo recrear Las meninas —las de Velázquez—, uno no puede conformarse con haber hecho un chiste, por buenos que sean el chiste y su autor. El Final nace jugando a transgredir el principio de Pauli (dos cuerpos no pueden ocupar, a la vez, el mismo espacio al mismo tiempo). "El autor" se plantea precintar una novela a concurso e iluminar los entresijos económicos, políticos, literarios en el fallo de un premio. Un espejo perfecto en el que puedes caminar hacia dentro o hacia fuera (la realidad del momento o, el momento, en la ficción) sin apenas darte cuenta: genial. Un remedo de cómo Velázquez concibió Las meninas; haciendo que el autor, incluso el espectador, sean parte de la composición, un planteamiento, en aquel momento insólito, con resultado de: espléndido. En cuanto al planteamiento: 10.
Estoy pensando que, salvo que me lo permita, expresamente, no puedo continuar, mi buena educación me lo impide; ¿es mucho pedir que responda con un simple sí o no? Cuánto me gustaría que su fax emitiera en vez de ese impertinente sonido neutro, música de bolero, le convendría mucho a mi "negocio", será más fácil si usted sonara así: "adoro las cosas que me dices, adoro nuestros ratos felices...".

Su fax no me ha llegado, pero no me doy por vencida y prosigo el desguace de El Final. Para el abocetado de los personajes, usted utiliza la técnica goyesca, es decir: pinceladas gruesas, resueltas, seguras, que, con la precisión de un bisturí, hacen aflorar la individualidad de cada uno. Cromático. Los distintos retratos progresan en lucidez a cada página, en cada párrafo. El ritmo tiene la cadencia del Bolero de Ravel, pausado pero in crescendo; no se puede parar de leer, como no se puede aplazar la audición de esa pieza, es la gloria del "más de lo mismo", cuando lo mismo es tan bello. En las mejores piezas musicales, la clave está en el contrapunto, con él se armoniza la composición; su personaje central es, precisamente, el encargado de darle visos de realidad, de hacer "digestible", ligero, un paisanaje denso, casi intrincado. El Final tiene en su desarrollo vocación polifónica, trata de ejecutar a la vez distintas melodías, esboza por un lado la trama económica, por otro la político-social y finalmente la literaria, como lo haría un compositor: solapando un tema con el otro, el primero que suene en solitario, luego se fusione con el siguiente, lo abandone para que luzca, sólo, este último que se imbricará con el tercero... y vuelta -ouroboros- a empezar. Sinfónico. Pero en algún momento empieza a deslavazarse la sinfonía; los sones persisten y los tiempos se respetan, es cierto, pero... el resultado es una amalgama de temas que suenan dispares, estridentes con frecuencia. No quise preocuparme (me dije: es seguro que lo hace a propósito —quiere que esto suene a gallinero—), continué leyendo aunque ya con ciertos reparos. La música que, ahora, debería emitir su fax: "Adiós barquita de vela / galeón de mi querer. / Tu bandera y mi bandera/ ya no han de volverse a ver. / ... Replay, please".

Inútilmente esperé su fax mientras me cambiaba varias veces de pijama. Soy rubia y mis amigos dicen que me parezco a Sharon Stone. ¿Creía haberse librado de mí? No me conoce. En base a la percepción, casi cabalística, que me sugiere la novela, andaba yo a caballo de distintas y encontradas emociones... Cuando recordé las ecuaciones de segundo grado, esas que resuelven las expresiones matemáticas que admiten dos resultados, son triviales para mí y, al parecer, también para usted. Siempre me parecieron las matemáticas un producto etéreo, seráfico, sujeto a los más estrictos preceptos, sin mácula, sin fisuras, virginal, tan sólido y consistente que... daba asco; hasta que aparecieron por el horizonte, para rescatarlas de ranciedad, de rigidez, de olor a virtud, las mencionadas ecuaciones, convirtiendo esta disciplina en mágica, indeterminada, ambigua, en una palabra: desconcertante. El plural con el que se las nombra ya pronostica tan mudable naturaleza. Para El Final deseo el legítimo éxito que merecen frecuentemente sus obras, aunque esta vez un éxito no tan lícito. Le explico: una personalidad tan intrincada como la suya es capaz de astucias sibilinas capaces de fraguar objetivos como el que ideó para El Final. El final está contado como si de estertores se tratara, prolongada y fatigosamente. Infumable. De no haberlo escrito bien tiene usted la culpa. El dolo le cabe por abordar esta novela como un imposible remate de su obra, de ahí el título El Final. Yo soy capaz de "perdonarle" y defender su causa en casi todas las circunstancias, también ahora lo haría, pero la condición necesaria no se da, la novela está desigualmente escrita y... justo, o no —cuando hay un poco de bueno y un poco de malo—, el promedio lo resume en: malo. Es usted mi escritor favorito desde que leí Las desnudas y las muertas. Por eso la frustración me impide estar de su lado. Además, usted no ha contestado mis faxes desde hace cinco años, y cuando le llevé, personalmente, a El Corte Inglés un libro para que me lo dedicara, se limitó a ponerme cordialmente, en letras muy grandes, eso sí. Espero que entienda mi disgusto, aunque éste no depende de su grado de comprensión. Y el silencio de su fax me confirma que usted no admite las críticas, ni valora que cada vez que le escribo un fax me cambio el pijama y que este último se lo escribo sin pijama. Presiento que me voy a pasar a Antonio Gala. No, no hay música ya entre usted y yo.

Epílogo. Los Reyes Magos existen. Su llamada telefónica ha sido "una experiencia religiosa", todavía estoy aturdida y balbuceante. Yo le imaginaba tímido ademas de muy ocupado, algo engolado. Por ello supuse que, como mucho y con suerte, me enviaría mediante el fax un lacónico sí, o no. Me ha sorprendido del todo, no sólo por el medio, también sus explicaciones. Me ha convencido. El Final es una novela necesaria y ¿qué hay por encima de lo necesario? ¿Qué puedo ofrecerle para compensar su atención hacia mí? Conozco sus debilidades y si le tientan le facilitaré personalmente, pormenorizadamente, los secretos de mi "empanada de bonito en hojaldre" y mi "ensalada de naranjas con ajo". ¿Prefiere que le envíe mis recetas a la redacción de EL PAÍS? Me absorbe el desenlace de El Final en mi nueva, clarificadora, relectura.

¿Sabe que tiene una voz muy cálida, también retórica, y un punto "suficiente"? Su voz tiene tacto. En el Olimpo, ¿todos los dioses hablan como usted?

Manuel Vázquez Montalbán, 1999

La piel de plátano (Gonzalo Suárez)

Resbaló. Pisó una piel de plátano, al parecer. Y, en el vértigo de la caída, se deslizó, de sábado a sábado, sin poderse retener, cumpliendo de pasada con necesidades y obligaciones, incluso con superfluas relaciones enojosas, cordiales o afectivas, que aderezaban su ininterrumpida caída. Juegos, risas y algún llanto, recados, impresos y llamadas telefónicas, lugar para el hastío y el desencanto, fugaces alegrías, mientras caía. Y, por fin, el batacazo. No por esperado menos sorprendente. Y tuvo conciencia, de repente, de ya no ser, sin haber sido. Sólo su nombre, sobre la lápida grabado, dejó constancia para otros de que, habiendo muerto, había nacido.

Gonzalo Suárez, 1994

El silencio de las sirenas (Franz Kafka)

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Varios minicuentos (Max Aub)

HABLABA Y HABLABA...

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

DE SUICIDIOS

Después de todo, nada.
Me mandó al demonio; voy.

EL MONTE

Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba. La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.
-Ya te decía yo -le dijo a su mujer.
-Pues es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi hermana.

DOS CRÍMENES BARROCOS

Pienso, luego soy, dijo el hombre famoso. Los árboles de mi jardín son, pero no creo que piensen, con lo que se demuestra que el señor Renato no estaba en su sano juicio y que lo mismo sucede con otros seres: mi suegro por ejemplo: es y no piensa, o mi editor, que piensa y no es. Y si lo ponemos al revés, tampoco es cierto. No existo porque pienso ni pienso porque existo. Pensar es cierto, existir es un mito. Yo no existo, sobrevivo, vivir -lo que se dice vivir- sólo los que no piensan. Los que se ponen a pensar no viven. La injusticia es demasiado evidente. Bastaría pensar para suicidarse. No; don Descartes: vivo, luego no pienso, si pensara no viviría. Hasta se podría hacer un bonito soneto: Pienso luego no vivo, si viviera no pensara, señor... etc..., etc... Si para vivir se necesitara pensar, estábamos lucidos. Pero, en fin, si ustedes están convencidos de que así es, soy inocente, totalmente inocente, ya que no pienso ni quiero pensar. Luego si no pienso no soy y si no soy ¿cómo voy a ser responsable de esa muerte?

Cuento sin moraleja (Julio Cortázar)

Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.

Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café. -Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el hombre-. Son muy importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas en el duro trance para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. -Traducí lo que dice- mando el tiranuelo a su interprete. -Habla en argentino, Excelencia. -¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada? -Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que vengo a venderle sus últimas palabras.

El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas circunstancias, y reprimiendo un temblor, mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes gubernativos. -Es lástima- dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que quieran brotas por primera vez y naturalmente, usted no podrá decirlas. -¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? -pregunto el tiranuelo ya frente a otra taza de café. -Porque el miedo no lo dejará -dijo tristemente el hombre-. Como estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de frío, los dientes se le entrechocaran y no podrá articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá alguno de estos señores, esperarán por decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.

Muy indignados, los asistentes y en especial los generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echó a empellones y se encerró con el hombre, para comprar sus últimas palabras.

Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a la fortaleza, y lo torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.

Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los generales y los secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.

Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas.

Julio Cortázar, de "Historias de cronopios y de famas".