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el expreso de medianoche

Las cenizas del recuerdo

Las cenizas del recuerdo La jornada se diluía en la residencia bajo un pálido y crepuscular cielo beige. En la lejanía, las mates montañas de caqui perfilaban sus precisas y escarpadas siluetas, matizadas por el nebuloso contraste de la tarde otoñal. Con un ligero movimiento de su mirada, pudo el señor Tomás observar el urbano valle de edificios y casas que custodiaban la frontera alquitranada de la autopista. Contempló el incesante discurrir del tráfico rodado a través del gran ventanal, sentado en el sillón del comedor. Sonrió, enarcando sus cejas con pueril entusiasmo al descubrir el paso de aquella ambulancia a lo largo del cinturón automovilístico, observando el destello multicolor del vehículo, casi adivinando el distante sonido de su sirena.


-¡Ya están aquí los míos! –pronosticó el señor Tomás, escuchando todavía la sirena del automóvil.

Pudo contemplar la escena una vez más. Amenazado por las rugientes llamas y el polvoroso humo que le gritaban del interior del edificio no tuvo miedo, no dudó, no vaciló, sabedor del riesgo que su misión suponía. Tras el hallazgo de su caído compañero decidió continuar, obstinado, con el firme objetivo de salir victorioso. Lo mejor, sin duda, sería el resultado: aquel joven y bello rostro pueril que, sin saberlo, ya siempre volvería a contemplar, lleno de gratitud, de complicidad, de eterna esperanza de que a pesar de todo, valió la pena haber pasado por allí.

-¡Ya están aquí! –gritó el viejo, entre las pasmadas miradas del salón- ¡Ya vienen por ahí los míos!
-¡Óndia, tú! ¡Sempre el mateix! –saltó malhumorado Eugeni-. ¡Doncs a veure si t´emporten d´una puta vegada... ¡Boig! ¡Malparit!
Encolerizado, tardó poco el señor Tomás en hacer el arduo esfuerzo de levantarse de su sillón y dirigirse con violencia hacia el viejo Eugeni, que trataba de defenderse con su recio bastón.
Al entrar en el comedor, avisada por las voces, la enfermera se dirigió hacia los dos contendientes de la pelea, tratando de desenmarañar sus manos, brazos y uñas del ovillo de furia en que se hallaban.
-¡Tomasín! ¡Haga usté er favó! –gritó la joven enfermera, tratando de desenredar las flacas extremidades de los dos ancianos.-Anda, tómese la pastillita, maho...-ordenó una vez reducido, abriéndole la boca con una mano, mientras que con la otra le introducía la pastilla.


Tras un pesado despertar pudo observar aquella extraña y ligera ráfaga de luz que irrumpía en la densa oscuridad de la habitación, comprobando así la apertura de los grilletes de su prisión. Se dirigió, a tientas, hacia la rendija de la entreabierta puerta, notando la cálida y deslumbrante claridad tras la salida de su reclusión. Después de atravesar el deshabitado salón, decidió bajar por las escaleras hasta el patio exterior, con la dual y grata sensación de sentirse rejuvenecido y liberado. La residencia, pudo

comprobar con deleite, aparecía yerma ante sus ojos, excepción hecha de su propia persona. Se dirigió hacia el portón de salida con la firme intención de fugarse de aquella reciente casa deshabitada. Cuando hubo traspasado aquella firme barrera a la libertad retomó por sorpresa una renovada e inocente sonrisa infantil.
-¡Por fin están aquí! –exclamó, casi entre abruptas carcajadas- ¡Ya han vuelto los míos!
Con decisión dirigió su mano hacia la manilla de la portezuela del vehículo, y con una recurrente agilidad, subió al asiento del conductor. Pisó con firmeza el pedal del acelerador e hizo girar la llave de arranque. Rugió el motor de la ambulancia, que el señor Tomás condujo hacia el valle de la empinada calle, haciendo sonar la sirena y gritando:
-¡Ya vuelvo con los míos!

Cuando hubo acompañado y acomodado al señor Tomás en la cama de su habitación, la enfermera dio una última reprimenda al viejo:
-Y haga usté er favó de no vorvé a pegá a sus compañero, xalao...
-¡Mala puta! –espetó el anciano, después de escupir al ojo de la enfermera la pastilla que había mantenido amagada bajo su lengua.
Enseguida, la enfermerá comenzó a gritar pidiendo el auxilio del resto del personal de la residencia, que una vez en la pieza, trató de librar el cuello de la enfermera de las manos del anciano, el cual todavía demostraba poseer una vigorosa fuerza física. No obstante, las dos enfermeras y los dos enfermeros que acudieron en auxilio de su compañera lograron reducir, no sin cierta violencia, el descontrolado furor del anciano. Tras esto, hizo aparición en la estancia la directora del establecimiento geriátrico que, deliberada e incompasiblemente, dio señas a sus empleados de encerrar a cal y canto al insurrecto hasta nueva orden. Más tarde se dirigió hacia el salón donde se encontraban los ancianos y, con rostro amenazante y colérico, sentenció:
-¡Y cómo me entere de que alguien la vuelve a armar, le encerramos en el cuarto oscuro durante tres días! – y observando orgullosa los atemorizados y sumisos semblantes de los ancianos sacó un cigarrillo y lo encendió, dirigiendo la exhalación del humo a la cara del viejo Eugeni, que apremiante suplicó:
-Si us plau, senyora... ¿Qué em podria donar una cigarreta?
-¡Silencio, imbécil!

Condujo la ambulancia hacia el edificio del internado. Bajó del vehículo en las inmediaciones de aquella avenida situada a las afueras de la ciudad, dispuesto a sofocar a destiempo la pretérita catástrofe. Le sorprendió descubrir que el edificio estaba intacto, huero de cualquier señal de auxilio. Vio abrirse el portón de la entrada principal y, a continuación, vislumbró las primeras figuras humanas desde que saliera de la residencia. Eran unas cuantas, entre las que se destacaban unas siluetas de mayor estatura. Al aproximarse, pudo observar la candidez de aquellas niñas que con agradecida sonrisa se dirigieron hacia él para abrazarle. Tras éstas, la figura de una mujer cuarentona que se dirigía hacia él le confundió. Frente a frente, la mujer esbozó la más bella de sus sonrisas, mostrándole a través de ella su eterno agradecimiento. Adivinando la perplejidad y la confusión del viejo, la mujer hizo un leve y resignado encogimiento de hombros:
-Nada pudo sofocar el cáncer.

Por descontado, la directora del establecimiento negó rotundamente (con la sumisa y cómplice defensa de sus empleados) haber tenido alguna responsabilidad en la decisión individual y particular de la joven enfermera de haber recluido al viejo en la habitación, y había creído dar por rescatado al mismo tras la evacuación del edificio. Asimismo, conjeturó la posible causa del incendio relatando al juez de guardia la fea costumbre (prohibida para todos los residentes y empleados del establecimiento) del viejo Eugeni de fumar a hurtadillas en su habitación cada vez que la enfermera salía tras acostarle.


Mientras se abrazaban efusivamente, el viejo secó con sus dedos las lágrimas que se deslizaban por el rostro de la mujer, que en retrospectiva identificó con el de aquella niña cobijada en su memoria. Una gran sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de la mujer mientras conducía al viejo hacia la alta figura que aguardaba delante de la puerta. Se reconocieron al instante, e intercambiaron un breve y silencioso guiño de compañerismo.
-Tú también la salvaste, Ernesto.
Resignadamente, pero con la alegría del reencuentro, contestó:
-Nos volvemos a ver, Tomás...

Subió la joven enfermera en el coche policial, envuelta en lágrimas. Le comunicaron que debería aclarar los hechos en comisaría. Los heridos leves, en su mayoría por intoxicación, fueron trasladados en ambulancia hacia el hospital de la ciudad, mientras que los empleados, ilesos todos, regresaron en sus propios automóviles a sus respectivos hogares. Una vez que los bomberos dieron por sofocado el incendio de la primera planta, comenzaron a recoger las mangueras y regresar a sus vehículos. Uno de aquellos, observó cómo trasladaban el cadáver del anciano hasta el coche fúnebre, mientras escuchaba preguntar al juez:
-¿Nombre y apellidos?
-Tomás Irujo González –respondió el policía.
-¿Edad?
-Ochenta y dos años.
-¿Lugar de nacimiento?
-Logroño, La Rioja.
Uno de los compañeros del joven bombero dio voz de aviso desde la cabina del coche.
-¡Venga, Carlos, que nos vamos!
-Voy.
Confuso, recordando una vieja y triste anécdota de regreso a la central, decidió preguntar al conductor:
-Papá. ¿Recuerdas cómo se llamaba aquel compañero del abuelo Ernesto?
Sorprendido, evocando el triste recuerdo, inquirió:
-¿El que entró en el edificio con él?
-Sí.

-Ya lo creo... Él fue quien pudo rescatar a la niña... Don Tomás Irujo González, el mejor amigo del abuelo... Después de su retiro no hemos vuelto a saber de él –hizo un movimiento del volante para dirigirse a la entrada de la autopista y, reaccionando, pidió una explicación-. ¿Por qué lo preguntas?
El joven bombero vaciló, conteniendo una expresiva interjección:
-No..., por nada... –contestó. Tras esto, el joven interrogó de nuevo a su padre-¿Por qué te hiciste bombero?

El vehículo rojo hizo entrada en la autopista con rumbo a la central, mientras que en la vía de sentido contrario cruzó fugazmente una ambulancia que hacía sonar su sirena; el joven bombero creyó distinguir bajo la estridente sirena una voz que gritaba desde la cabina:
-¡Ya vuelvo con los míos!

Franz_126

2 comentarios

Anónimo -

Carnivoricio -

Excelente cuento, en que la sabia manipulación de las estructuras temporales provoca el efecto fantástico. Me gustan estos cuentos donde lo fantasía reside no en el acontecimiento en sí, sino en el propio lenguaje, en la propia construcción del cuento. Este relato, además, deja en el corazón un poso de ternura, una irrefrenable sensación de cariño hacia el anciano Tomás, personaje maravillosamene construido, que en todo momento nos es retratado a través de la perspectiva de los otros personajes, pero que finalmente se revela como un personaje inolvidable. Un cuento, en definitiva, de habilísima construcción y hermoso título, un cuento para recordar.