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el expreso de medianoche

Crimen Desorganizado, S.A.

Crimen Desorganizado, S.A.

Abrió la puerta del coche. A continuación, la guantera. Tomó la petaca y apuró el escaso negruzco líquido que le quedaba. Arrancó el automóvil y salió directo hacia la entrada de la autopista. No encontró ningún otro coche en la entrada, así que pisó a fondo el pedal del acelerador y se incorporó a la autopista por el carril de aceleración. Llevaba unos dos kilómetros recorridos cuando se le presentó una dificultosa curva. Echó, pues, el pie al freno, comprobando, no obstante, que el pedal se hundía de manera inusitada hasta el fondo. No tardó en darse cuenta del contratiempo, tomando con peligro la curva que ya se le echaba encima. Como los frenos no respondían, trató de decelerar el coche cambiando a una marcha inferior. No obstante, el automóvil había tomado una suficiente velocidad que le impedía detenerse por el momento. Vio el cartel de la próxima salida y se dispuso a seguirla. Como su velocidad era superior a la de varios coches que frenaron ante el semáforo, tuvo que esquivarlos con unas cuantas ágiles maniobras. Cruzó, como no podía ser de otra manera, el semáforo en rojo, comprobando cómo a mitad de la calle un utilitario pasaba rozando el morro de su seiscientos. Decidió, para evitar mayores perjuicios, dirigirse por el césped de un parque situado junto a la calle. Subió el coche por el bordillo, cruzando la acera por delante de varios viandantes, e internándose en el césped del parque. Tuvo que esquivar varios árboles y alguna que otra papelera, hasta que un quiosco le impidió, con cierta brusquedad, la prosecución de su marcha.       

         Cuando despertó, comprobó que aquella no era su cama, por lo estrecho y por la dureza del colchón. Asimismo, pensó que un terremoto estaba aconteciendo, por los leves aunque bruscos movimientos del habitáculo en que se encontraba. Pudo apreciar a continuación el ruido de una estridente sirena, seguido por la visión de un tipo en cuyo peto apreciaba borrosamente una cruz roja.

       -Parece que vuelve en sí –evidenció el tipo-. ¿Qué tal se encuentra? 

       -Pues o he dormido esta noche fatal o me ha sobrevenido una sensación de artrosis aguda de golpe.

       -Procure no hablar demasiado –replicó el enfermero-. Ha sufrido usted un accidente de circulación. Lo que todavía no entiendo es qué demonios hacía usted con su coche dentro de un parque. 

        Léxico meditó la primera réplica contradictoria de la respuesta del enfermero, a la par que agradecía la información recibida.

        La ambulancia llegó a la puerta de urgencias del hospital facultativo de la ciudad. Dos enfermeros acudieron a abrir las puertas del vehículo y ayudaron a bajar la camilla en la que reposaba Léxico. Le dirigieron con presteza hacia la sala de urgencias. Condujeron la camilla por un estrecho corredor y la aparcaron en un box situado al fondo. 

        Léxico se sintió soledoso durante un buen rato, cosa que aprovechó para probar a levantarse. Experimentó, entonces, variopintos dolores a lo largo de su cuerpo, así cómo un dolor un tanto más agudo en su pierna derecha. Estos dolores contribuyeron a que decidiera cerrar los ojos durante un ratito más.

        Despertó, por tercera vez en aquel día, en una cama un tanto más cómoda, atado por un tubo de suero en su brazo derecho. Se incorporó un tanto, apoyándose en la cabecera de la cama. Miró a su izquierda y comprobó que, en esta ocasión, disponía de una lisiada compañía. 

        -Hombre, buenas tardes... Yo soy Baldirio, para servirle. ¿Cómo se llama usted?

        Léxico sonrió a aquel sexagenario en silla de ruedas que se dirigía hacia su cama. Al cabo, comenzaron a charlar amistosamente, y el hombre comenzó a contarle sus varias batallitas de hospitales. 

        Transcurrida una media hora, un médico interrumpió la grata conversación con el viejo, y examinó a grandes rasgos el estado de salud de Léxico.

        -Bueno, caballero. Creo que ha tenido usted suerte –informó atentamente-. Tan sólo unos rasguños y algún que otro moratón. La pierna tardará más en curársele, pero, en fin... Puede usted dar gracias a la Divina Providencia. 

        Léxico reparó en aquel momento en su pierna escayolada, y se dirigió con premura al doctor.

        -¿Qué hora tiene, doctor? 

        -Las ocho y media.

        Léxico fue consciente entonces de las tareas que se le habían acumulado y que debía, casi sin ninguna excusa, atender al momento, así que se dirigió apremiante al médico. 

        -¿Puede usted entonces darme el alta, dado que mi estado no reviste gravedad alguna?

        -¡Pero, hombre! –saltó sorprendido-. ¡Cómo va usted a marcharse tan pronto! Creo que podemos retirarle ya el suero, pero el alta me temo que no se la podremos dar por lo menos hasta mañana. 

        Léxico explicó al médico su situación, además de su profesión. Le rogó que en cuanto le quitara el suero le diera el alta. Pidió, asimismo, si era posible que le devolvieran sus pertenencias. El médico estuvo rumiando durante un rato y consultó al rato con sus superiores. Al cabo, aproximadamente, de una hora, regresó el médico a la habitación. Le retiró el suero y le entregó sus cosas, además de un alta en la que el paciente daba su consentimiento exclusivo bajo su propia responsabilidad. Le entregó, también, un par de cajas de medicamentos sedantes, varias recetas, y le dejó en préstamo un par de muletas.

         Agradeciendo efusivamente la atención prestada, se despidió Léxico del doctor y de su compañero de habitación, y salió por la puerta en dirección a recepción.

 

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