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el expreso de medianoche

Carbón

Dos fábulas revisadas (o revisitadas)

Dos fábulas revisadas (o revisitadas) “El Águila y el Cuervo”

Cuenta una fábula que un buen día, el Águila Reina se hizo amiga del Cuervo Plebeyo, y le invitó a pasar una velada en su lujosa mansión. Recorrieron juntos, pues, parte de la hermosa orografía de aquella región hasta llegar a la residencia del Águila. Al llegar al fastuoso salón, ambas aves se sentaron a la mesa, y el Águila le ofreció amablemente multitud de manjares que jamás el cuervo había degustado. Mientras disfrutaban de una exquisita cena, el Cuervo observó a su alrededor multitud de objetos valiosos, entre los que se encontraba un trofeo de plata que el Águila había conseguido por méritos de caza.
-Poseo multitud de hectáreas y árboles, de montañas y ríos –explicó el Águila-. Poseo riquísimos manjares, tesoros y los más bellos atuendos. Poseo las más avanzadas armas de caza, multitud de diferentes afilados picos protésicos e hirientes garras metálicas. Incluso, poseo un microchip para pasar inadvertida ante mis presas. Poseo...
Mientras el águila continuaba relatando todas sus posesiones, un estruendoso ruido irrumpió en el salón: a continuación, comenzaron a invadir la estancia varios buitres que destrozaron parte de las pertenencias de la mansión. Salieron enseguida el Águila y el Cuervo huyendo por los ventanales laterales, mientras comprobaban que la región había sido invadida por una colonia de buitres que comenzaron a arramblar con todas las pertenencias del Águila Reina. Por suerte, pudieron el Águila y el Cuervo huir del lugar y trasladarse a otra región.
Llegaron tras una agotadora jornada a otra rica y frondosa región, en donde atisbaron un castillo junto a una colina. El Águila le instó al Cuervo:
-Ven conmigo al castillo. Pues debes saber que también poseo esta región y todo lo que la compone, incluido el castillo. Allí estaremos a salvo de los buitres.
El cuervo, receloso y pensativo, le contestó:
-Lo siento... Creo que regresaré a los postes de telégrafo de las carreteras. Aun no disponiendo de tantos lujos, estaré más tranquilo.
El Águila se quedó perpleja ante la decisión de su amigo, y contempló cómo rápidamente se alejaba el Cuervo hacia el valle.

De vuelta a los postes, un día el cuervo plebeyo halló en el camino un viejo manuscrito. Lo leyó admirado, y se fijó en el autor: Esopo. Se quedó perplejo por la paradoja, y por aquel misterioso anagrama. Variando sus letras, volvió a recordar las palabras del Águila: Poseo...

* * *

“El búho que escribía historias de terror”

Érase una vez un búho al que le gustaba cazar por el día a sus presas, mientras que por las noches escribía historias de terror. Este singular y excéntrico búho despertaba cada mañana para darse una vuelta por el bosque y posarse en su rama predilecta.
Un buen día, el búho atisbó desde el árbol cómo con paso ligero -y ligera de ropa- se acercaba por el camino una bella jovencita. No dudó el búho en dirigirse altanero a la señorita:
-¿Dónde vas tú tan rapidita, dulce Venusita?
-Voy a llevar esta cestita a mi abuelita... ¡Ah, por cierto! Y me llamo Caperucita... –contestó presumida y pizpireta.
-Pues espera y deja si quieres la cestita –abordó el búho-. Pues lo rico no está ahí...
No tardó el búho, en consecuencia, en abalanzarse sobre Caperucita, y mientras la desnudaba con sus garras y le comenzaba a dar picotazos por entre sus tiernos muslos, la joven damisela, impotente, comenzó a lanzar unos extraños silbidos. Eran aquellos, pues, unos silbidos de auxilio, como más tarde comprobara el búho.
Mientras violentamente el búho continuaba con su propósito, comprobó como un potente y retumbante sonido hacía temblar la tierra. Vio así, como ante sus ojos aparecía un extraño vehículo que se adentraba en el claro del bosque. Se trataba de una especie de submarino, aunque con neumáticos, y por tierra. Atónito, el búho observó cómo se abría la compuerta del submarino y comenzaban a asomarse una especie de patas enormes. Mientras seguían apareciendo patas y patas que se encaminaban hacia el exterior de aquel descomunal submarino, comprobó que aquella criatura se asemejaba a una especie de ciempiés gigante. Aquel ciempiés se dirigía amenazante hacia el búho, sin vacilar. En aquel momento, Caperucita, una vez incorporada, y tratando de arreglar sus ropas, extrajo una litografía de su cestita, y mostrándosela con una malvada y vengativa sonrisa al búho, dijo:
-Ya está aquí mi abuelita...
El búho echó un vistazo a la litografía de aquel monstruoso y terrible ser que, ya próximo a él, lanzó un impresionante alarido. Ante esto, el búho se valió de su útil defensa volátil y salió alas para que te quiero a toda velocidad hacia el interior del bosque.
Después de aquel inolvidable y terrible incidente, pasadas unas noches, el búho dio por finalizada su historia. Así pues, se dispuso a imprimir en papel aquella terrorífica historia que un buen día se encontró de manera súbita y paradójica. Curiosamente, el ruido de la impresora le traía a la memoria aquel espeluznante y temible alarido...

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Melomanía

Melomanía Había decidido trasladarse durante una temporada a aquella cabaña perdida en el bosque, sin previo aviso y sin dar pista alguna sobre su paradero. La intención del músico era hallar el aislamiento y la tranquilidad necesarias para poder concentrarse e inspirarse en la composición de una nueva canción. Una vez que lograra construir los
versos y la estructura básica de la canción se dispondría a registrarla. Cuando llegó ese momento, tomó su guitarra y comenzó a tocar aquella canción, acomodado en un taburete de cuero. Mientras rasgaba las cuerdas de su guitarra comenzó a entonar el estribillo de la canción, que registraba con su pequeño radiocasete a modo de demo. De súbito, repentina e involuntariamente dejó de cantar, comprobando que, sin razón aparente, había desaparecido su voz. No obstante, pese a este inoportuno contratiempo, decidió continuar tocando su tema a la guitarra, obstinado todavía en su propósito por cantar, pero constatando que era aquella una inútil tentativa. Mientras proseguía dibujando la posición de los dedos de su mano izquierda para formar los acordes, detectó al instante que su mano derecha se había evaporado sin previo aviso; asombrado y pesaroso ante el descubrimiento de esta nueva tara, tomó la decisión de continuar rasgando las cuerdas con el muñón de su antebrazo, a pesar de que esta nueva circunstancia le imponía una mayor dificultad para la correcta ejecución de la canción. Tras esto, no tardó en desvanecerse la mano cuyos dedos presionaban los trastes de la guitarra y, del mismo modo que ocurriera con su derecha, se transformó en un atrofiado pliegue de carne. Analizando y escrutando el nuevo estado de su anatomía, y llegando a la conclusión de que su tarea a partir de ahora resultaba prácticamente irrealizable, decidió interrumpirla provisionalmente. Se levantó, depositando con dificultad y máximo cuidado la guitarra en el suelo, para luego dirigirse hacia el radiocasete y tratar de apretar el botón de stop. Logró, con cierta dificultad, dar al pequeño botón mediante el dedo gordo de uno de sus pies. A continuación, trató de accionar el botón de rebobinado con la ayuda del mismo dedo, pero torpemente dio en dar al botón de encendido de la radio, que comenzó a sonar de manera estruendosa. Trató de pulsar el botón de apagado, pero en aquel instante vio con sus propios ojos cómo sus pies se esfumaban: como es lógico, cayó al suelo. A continuación, comprobó cómo progresivamente sus brazos y sus piernas se iban borrando, resultando su actual cuerpo físico compuesto tan sólo de cabeza y tronco. Tuvo suerte de que se hallara próximo al aparato, con lo que se dispuso a reptar hasta alcanzarlo. Una vez que logró situar su cabeza junto al radiocasete, trató de atisbar el botón de apagado, pero comprobó que éste se encontraba en la parte superior, muy lejos de su alcance. No obstante, trató de atinar sin precisión con su nariz y, con un azaroso gesto, logró dar al botón de reproducción del radiocasete. Una vez alcanzado este logro le invadió repentinamente la oscuridad , deduciendo que era su vista la que en ese instante se unía a su lista de discapacidades. Transcurrido un breve espacio de tiempo, comenzó a sonar a todo volumen la canción que había registrado hacía unos instantes, antes de que todo comenzara. Escuchó el fragmento de la canción y, tras esto, desaparecieron sus fuerzas. A continuación, retornó el silencio, pero al cabo de unos minutos –alrededor de ocho, menos tiempo del que constaba el casete de diez minutos que había utilizado para grabar- la canción volvió a sonar, advirtiendo y recordando el músico que la tecla de reproducción continua del casete había sido activada por él mismo cuando comenzara a grabar. Tras la tercera o cuarta ocasión en que hubo escuchado la canción, aguardaba todavía esperanzado el advenimiento de una nueva discapacidad, pero pasadas las horas, no llegó a experimentar nuevos cambios. Con el lento, pero ininterrumpido paso del tiempo -y a pesar de su esencial condición de melómano-, lo que comenzaba con creciente impaciencia a anhelar en el fondo de su alma era la pronta anulación de aquel sentido que tanto apreciara antaño: el oído. No obstante, éste permaneció siempre intacto, proporcionándole con solvencia su inherente calidad, y sometiéndole así a escuchar su maldita canción hasta el fin. Incluso más allá.

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Principio y final

Principio y final Ñ despertó con la misma sonrisa hacendosa de cada madrugada. Al bajar al establo y pasar por el patio intuyó la primera claridad matutina del sol, que presto llegaría a la hora establecida. Tras los preparativos y tras ajustar cinchas y riendas a las dos mulas, subió al carro y emprendió la marcha, alejándose de la que siempre había sido su insustituible morada.

* * *

Tras despertarse, W abrió el armario ropero y sacó de la percha el traje gris marengo. Observó luego el termómetro: treinta y dos grados centígrados. Se dispuso a accionar el botón automático que bajaba el toldo. A continuación, recogió las llaves de su BMW y salió de casa. Ya en el automóvil, de camino al lugar, sonreía orgulloso con la satisfacción de haber por fin logrado el permiso de la administración.

* * *

A medio camino, Ñ tuvo que esquivar tres motoristas que cruzaron por delante del carro, escuchando sus burlas y chanzas. Tomó el camino de las eras, observando aún a lo lejos la borrosa silueta de su casa.

* * *


La caravana de vehículos encabezados por W llegó al lugar. Al cabo de una hora, las máquinas se disponían a su impasible tarea. W observaba con orgullo como la excavadora comenzaba a derruir parte de la fachada de aquel musgoso muro. Luego volvió al interior de su BMW y, tomando un plano, repasó los detalles de edificación del nuevo centro comercial.

* * *

La luz del sol le avisaba de su inevitable regreso. Una vez arreglados los atavíos del espantapájaros, se dispuso a subir de nuevo al carro, ahora repleto de mazorcas, patatas, judías y hierva. Dio rienda a las mulas y comenzó a dirigirse hacia el camino, abandonando el campo envuelto en un sudor agreste y terroso.

* * *

W se dirigió a las inmediaciones del solar derruido. Se adentró examinante por entre las ruinas, y descubrió parte de la hoja de un calendario de pared. Al recogerlo, observó con sorpresa el año: 1948. Luego, comenzó a escuchar el ruido de unos cascos que se aproximaban. Más atónito, si cabe, observó a Ñ, una vez el carro se hubo detenido junto al solar. Ñ, con expresión incrédula, contempló aterrado lo que quedaba de su hogar. Miró con abatimiento a los ojos de W, y entonces comprendió que, elocuentemente, aquel rostro personificaba su propia muerte.

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Escena premonitoria

Escena premonitoria El escenario: la calle de una ciudad. A un lado de la calle una acera, y junto a ésta un edificio en construcción y una grúa. Al otro lado, otra acera, junto a un parque.
Los personajes: del lado de la acera junto al edificio, un ciego y un sordo. Del lado de la acera del parque, un mudo.
El tiempo: los breves instantes de una aciaga tarde de noviembre.
Los hechos: el ciego, que se halla justo al lado del sordo en la acera, se dispone a cruzar la calle. El sordo mira hacia el parque situado al otro lado. El mudo está haciendo gestos y moviendo exageradamente sus brazos para llamar la atención del sordo que, al principio, no comprende. El mudo señala al ciego y vuelve a hacer gestos al sordo. El sordo dirige su mirada al ciego, que está ya cruzando la calle, y entonces advierte que un vehículo se dirige a desmesurada velocidad por la calzada. El sordo, que finalmente comienza a interpretar y comprender los gestos del mudo, advierte la inminente proximidad del vehículo al ciego y prevé el accidente, así que comienza a dar voces de aviso a éste, instándole con énfasis a que se detenga y no siga cruzando la calle. Al advertir la voz del sordo a su espalda, el ciego reacciona: no obstante, se detiene justo en medio de la calle y, dándose la vuelta, se dirige al sordo, proponiéndole a su vez que salga de la acera y eche a correr para cruzar la calle. El sordo, que ve cómo el ciego permanece en el centro de la calle y trata de decirle algo, no comprende, y vuelve a insistir al ciego para que regrese a la acera. Mientras, el conductor del vehículo, que sin disminuir su velocidad está ya muy próximo al impacto con el ciego, es sorprendido repentina y simultáneamente por dos contratiempos: la aparición del peatón en la calzada y el reventón de uno de los neumáticos del coche. El conductor pierde el control del vehículo, debido al reventón, y éste se desplaza bruscamente hacia la derecha, invadiendo la acera y atropellando al mudo, que dada la extrema rapidez de la sucesión de los acontecimientos no tiene tiempo de reaccionar ante el imprevisto. Prácticamente de manera simultanea, al otro lado de la calle, la grúa situada junto al edificio en construcción está transportando una pesada viga. Pero en ese preciso instante, la viga se desprende accidentalmente de la grúa y da en aterrizar justo en el lugar que ocupa el sordo en la acera, aplastándole mortalmente. El ciego, todavía situado en el centro de la calle, da media vuelta y emprende de nuevo su marcha. Una vez ha logrado cruzar la calle hasta la otra acera se dirige hacia el parque, extrayendo del bolsillo de su gabardina una bolsita de alpiste para dar de comer a las palomas.

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Las cenizas del recuerdo

Las cenizas del recuerdo La jornada se diluía en la residencia bajo un pálido y crepuscular cielo beige. En la lejanía, las mates montañas de caqui perfilaban sus precisas y escarpadas siluetas, matizadas por el nebuloso contraste de la tarde otoñal. Con un ligero movimiento de su mirada, pudo el señor Tomás observar el urbano valle de edificios y casas que custodiaban la frontera alquitranada de la autopista. Contempló el incesante discurrir del tráfico rodado a través del gran ventanal, sentado en el sillón del comedor. Sonrió, enarcando sus cejas con pueril entusiasmo al descubrir el paso de aquella ambulancia a lo largo del cinturón automovilístico, observando el destello multicolor del vehículo, casi adivinando el distante sonido de su sirena.


-¡Ya están aquí los míos! –pronosticó el señor Tomás, escuchando todavía la sirena del automóvil.

Pudo contemplar la escena una vez más. Amenazado por las rugientes llamas y el polvoroso humo que le gritaban del interior del edificio no tuvo miedo, no dudó, no vaciló, sabedor del riesgo que su misión suponía. Tras el hallazgo de su caído compañero decidió continuar, obstinado, con el firme objetivo de salir victorioso. Lo mejor, sin duda, sería el resultado: aquel joven y bello rostro pueril que, sin saberlo, ya siempre volvería a contemplar, lleno de gratitud, de complicidad, de eterna esperanza de que a pesar de todo, valió la pena haber pasado por allí.

-¡Ya están aquí! –gritó el viejo, entre las pasmadas miradas del salón- ¡Ya vienen por ahí los míos!
-¡Óndia, tú! ¡Sempre el mateix! –saltó malhumorado Eugeni-. ¡Doncs a veure si t´emporten d´una puta vegada... ¡Boig! ¡Malparit!
Encolerizado, tardó poco el señor Tomás en hacer el arduo esfuerzo de levantarse de su sillón y dirigirse con violencia hacia el viejo Eugeni, que trataba de defenderse con su recio bastón.
Al entrar en el comedor, avisada por las voces, la enfermera se dirigió hacia los dos contendientes de la pelea, tratando de desenmarañar sus manos, brazos y uñas del ovillo de furia en que se hallaban.
-¡Tomasín! ¡Haga usté er favó! –gritó la joven enfermera, tratando de desenredar las flacas extremidades de los dos ancianos.-Anda, tómese la pastillita, maho...-ordenó una vez reducido, abriéndole la boca con una mano, mientras que con la otra le introducía la pastilla.


Tras un pesado despertar pudo observar aquella extraña y ligera ráfaga de luz que irrumpía en la densa oscuridad de la habitación, comprobando así la apertura de los grilletes de su prisión. Se dirigió, a tientas, hacia la rendija de la entreabierta puerta, notando la cálida y deslumbrante claridad tras la salida de su reclusión. Después de atravesar el deshabitado salón, decidió bajar por las escaleras hasta el patio exterior, con la dual y grata sensación de sentirse rejuvenecido y liberado. La residencia, pudo

comprobar con deleite, aparecía yerma ante sus ojos, excepción hecha de su propia persona. Se dirigió hacia el portón de salida con la firme intención de fugarse de aquella reciente casa deshabitada. Cuando hubo traspasado aquella firme barrera a la libertad retomó por sorpresa una renovada e inocente sonrisa infantil.
-¡Por fin están aquí! –exclamó, casi entre abruptas carcajadas- ¡Ya han vuelto los míos!
Con decisión dirigió su mano hacia la manilla de la portezuela del vehículo, y con una recurrente agilidad, subió al asiento del conductor. Pisó con firmeza el pedal del acelerador e hizo girar la llave de arranque. Rugió el motor de la ambulancia, que el señor Tomás condujo hacia el valle de la empinada calle, haciendo sonar la sirena y gritando:
-¡Ya vuelvo con los míos!

Cuando hubo acompañado y acomodado al señor Tomás en la cama de su habitación, la enfermera dio una última reprimenda al viejo:
-Y haga usté er favó de no vorvé a pegá a sus compañero, xalao...
-¡Mala puta! –espetó el anciano, después de escupir al ojo de la enfermera la pastilla que había mantenido amagada bajo su lengua.
Enseguida, la enfermerá comenzó a gritar pidiendo el auxilio del resto del personal de la residencia, que una vez en la pieza, trató de librar el cuello de la enfermera de las manos del anciano, el cual todavía demostraba poseer una vigorosa fuerza física. No obstante, las dos enfermeras y los dos enfermeros que acudieron en auxilio de su compañera lograron reducir, no sin cierta violencia, el descontrolado furor del anciano. Tras esto, hizo aparición en la estancia la directora del establecimiento geriátrico que, deliberada e incompasiblemente, dio señas a sus empleados de encerrar a cal y canto al insurrecto hasta nueva orden. Más tarde se dirigió hacia el salón donde se encontraban los ancianos y, con rostro amenazante y colérico, sentenció:
-¡Y cómo me entere de que alguien la vuelve a armar, le encerramos en el cuarto oscuro durante tres días! – y observando orgullosa los atemorizados y sumisos semblantes de los ancianos sacó un cigarrillo y lo encendió, dirigiendo la exhalación del humo a la cara del viejo Eugeni, que apremiante suplicó:
-Si us plau, senyora... ¿Qué em podria donar una cigarreta?
-¡Silencio, imbécil!

Condujo la ambulancia hacia el edificio del internado. Bajó del vehículo en las inmediaciones de aquella avenida situada a las afueras de la ciudad, dispuesto a sofocar a destiempo la pretérita catástrofe. Le sorprendió descubrir que el edificio estaba intacto, huero de cualquier señal de auxilio. Vio abrirse el portón de la entrada principal y, a continuación, vislumbró las primeras figuras humanas desde que saliera de la residencia. Eran unas cuantas, entre las que se destacaban unas siluetas de mayor estatura. Al aproximarse, pudo observar la candidez de aquellas niñas que con agradecida sonrisa se dirigieron hacia él para abrazarle. Tras éstas, la figura de una mujer cuarentona que se dirigía hacia él le confundió. Frente a frente, la mujer esbozó la más bella de sus sonrisas, mostrándole a través de ella su eterno agradecimiento. Adivinando la perplejidad y la confusión del viejo, la mujer hizo un leve y resignado encogimiento de hombros:
-Nada pudo sofocar el cáncer.

Por descontado, la directora del establecimiento negó rotundamente (con la sumisa y cómplice defensa de sus empleados) haber tenido alguna responsabilidad en la decisión individual y particular de la joven enfermera de haber recluido al viejo en la habitación, y había creído dar por rescatado al mismo tras la evacuación del edificio. Asimismo, conjeturó la posible causa del incendio relatando al juez de guardia la fea costumbre (prohibida para todos los residentes y empleados del establecimiento) del viejo Eugeni de fumar a hurtadillas en su habitación cada vez que la enfermera salía tras acostarle.


Mientras se abrazaban efusivamente, el viejo secó con sus dedos las lágrimas que se deslizaban por el rostro de la mujer, que en retrospectiva identificó con el de aquella niña cobijada en su memoria. Una gran sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de la mujer mientras conducía al viejo hacia la alta figura que aguardaba delante de la puerta. Se reconocieron al instante, e intercambiaron un breve y silencioso guiño de compañerismo.
-Tú también la salvaste, Ernesto.
Resignadamente, pero con la alegría del reencuentro, contestó:
-Nos volvemos a ver, Tomás...

Subió la joven enfermera en el coche policial, envuelta en lágrimas. Le comunicaron que debería aclarar los hechos en comisaría. Los heridos leves, en su mayoría por intoxicación, fueron trasladados en ambulancia hacia el hospital de la ciudad, mientras que los empleados, ilesos todos, regresaron en sus propios automóviles a sus respectivos hogares. Una vez que los bomberos dieron por sofocado el incendio de la primera planta, comenzaron a recoger las mangueras y regresar a sus vehículos. Uno de aquellos, observó cómo trasladaban el cadáver del anciano hasta el coche fúnebre, mientras escuchaba preguntar al juez:
-¿Nombre y apellidos?
-Tomás Irujo González –respondió el policía.
-¿Edad?
-Ochenta y dos años.
-¿Lugar de nacimiento?
-Logroño, La Rioja.
Uno de los compañeros del joven bombero dio voz de aviso desde la cabina del coche.
-¡Venga, Carlos, que nos vamos!
-Voy.
Confuso, recordando una vieja y triste anécdota de regreso a la central, decidió preguntar al conductor:
-Papá. ¿Recuerdas cómo se llamaba aquel compañero del abuelo Ernesto?
Sorprendido, evocando el triste recuerdo, inquirió:
-¿El que entró en el edificio con él?
-Sí.

-Ya lo creo... Él fue quien pudo rescatar a la niña... Don Tomás Irujo González, el mejor amigo del abuelo... Después de su retiro no hemos vuelto a saber de él –hizo un movimiento del volante para dirigirse a la entrada de la autopista y, reaccionando, pidió una explicación-. ¿Por qué lo preguntas?
El joven bombero vaciló, conteniendo una expresiva interjección:
-No..., por nada... –contestó. Tras esto, el joven interrogó de nuevo a su padre-¿Por qué te hiciste bombero?

El vehículo rojo hizo entrada en la autopista con rumbo a la central, mientras que en la vía de sentido contrario cruzó fugazmente una ambulancia que hacía sonar su sirena; el joven bombero creyó distinguir bajo la estridente sirena una voz que gritaba desde la cabina:
-¡Ya vuelvo con los míos!

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Carta de Lorena

Carta de Lorena Efectivamente, todo ocurrió tal y cómo aparecía en el guión. La historia terminaría de la misma manera que ella había imaginado: recogería el correo de su buzón y se dirigiría al salón de su casa. Allí, interpretando el papel que tenía asignado, abriría el sobre y leería su reveladora misiva:

“..., 3 de agosto de 1999

Amado Jorge:
Sé que cuando leas estas líneas ya habré partido. También sé que tan sólo es mía la responsabilidad de haberte dejado así, de haberme marchado sin previo aviso (¡con qué vano orgullo te lo hubiera dicho, a pesar de que no pudieras creerme!), pero era así cómo estaba escrito, y quién era yo para saltarme las líneas de mi propio guión.
Supongo que cuando te llegue la carta, y teniendo en cuenta la usual demora del correo, habrán pasado unos dos o tres días. Pues bien, escribiéndote en el presente epistolar de la fecha que aparece en la cabecera, justo unos instantes antes de salir de casa, te detallaré los incidentes que en este futuro pretérito acontecerán en mi historia. Por cierto, en cuanto acabes de leer esta carta, y sólo si todavía mantienes la curiosidad y el interés que hube de reprimirte por razones obvias, te doy permiso ahora para que recojas el guión de mi última película y, sólo si te ves con fuerzas de ello, lo leas y finalmente lo entregues a la productora.
Debes saber, por otra parte, que el guión de aquella película que narraba casi al dedillo nuestro propio encuentro y las circunstancias en que nos conocimos, lo escribí mucho tiempo antes de que llegáramos a encontrarnos de aquella manera tan fortuita. Nunca llegué a confesártelo, por rubor, y sé que aunque te hubiera dado mil razones de por qué decidí escribir acerca de nuestra historia, jamás te habría podido confesar que en realidad fue la historia la que escribió nuestro destino.
Y de esa misma manera, he acabado escribiendo el final de la historia, el último guión de la película que pasará efímeramente por delante de mis ojos, sin posibilidad de dar marcha atrás. Pensarás que estoy loca, que estaba en mis manos el haber podido evitarlo, que en el fondo es un suicidio, y quizá tengas toda la razón; pero nada de lo que siempre he escrito ha sido premeditado, nada estaba planeado, y nunca he sido consciente de que aquello que surgía de la pluma derivaría en el tintado veneno que daría forma a nuestro porvenir.
En definitiva, pues, te revelaré lo que sucederá (lo que ya sucedió) en el transcurso de la historia, sin saltarme ni una sola línea del guión:
Cuando finalice la redacción de esta carta, la meteré en un sobre. Luego me dirigiré a un buzón de correos y la depositaré allí, para que cuando todo haya ocurrido la recibas en nuestra vivienda. Por la tarde me despediré de ti (con un vehemente y efusivo abrazo que, supongo, siempre recordarás). Después partiré con mi coche y recorreré algunos kilómetros en dirección a aquella reunión con el productor, con la intención de enseñarle mi guión (cita que, por descontado, estaba prevista en el mismo). Una vez que ya esté circulando por la autopista, y pasados unos cuantos kilómetros, llegará el inevitable incidente (que habré de aceptar con resignación) y entonces, aquel camión se saldrá de la calzada de la vía del sentido contrario, atravesará la valla quitamiedos de la mediana, invadirá el carril opuesto de la autopista y arrollará mi vehículo: minutos después llegarán las ambulancias al lugar del accidente, pero ya será demasiado tarde.
Y aquí es donde concluirá la historia, al menos en lo que a mi parte respecta. Bueno, siendo sincera, y con la intención de no desvelar mi secreto (que espero que tú guardes), ni para confundir al espectador con aparentes poderes visionarios por mi parte, he decidido desechar del guión final esta póstuma parte epistolar, que sólo tú conoces. Asimismo, he tomado la decisión de echar a la hoguera todos los recientes proyectos que ya tenía redactados y, para bien o para mal, no te resumiré ni un ápice de su argumento.
En suma, con esta carta no pretendo que llegues a ninguna conclusión, tan sólo te he expuesto la verdad, y quizá te he respondido a alguna pregunta que hayas podido hacerte alguna vez. Pero no busques ninguna razón lógica ni coherente para ello, ni te atormentes pensando en las cosas que se podrían haber cambiado. Hay un dicho que dice que el destino está escrito: no estoy segura de que eso sea cierto, de lo único que estoy convencida (si todo va como creo) es de que todo lo que he escrito hasta el día de hoy ha supuesto el relato de mi destino.
Ya no me queda más que decirte, salvo una cosa que también es cierta:
Te quiero, y siempre te querré:

Lorena.”

Cuando concluyó la lectura de la carta la envolvió entre sus manos y, haciéndola un ovillo, la lanzó a la hoguera de leña de la chimenea del salón. A continuación, se dirigió al despacho, tomó las llaves que abrían el cajón de Lorena, y recogió el guión. No tuvo el suficiente coraje para hojearlo. Tan sólo decidió llevar a cabo el propósito de Lorena, y partió aquella misma tarde de un seis de agosto de 1999 con la intención de lograr lo que en una ocasión aquel mismo guión le impidiera a ella.

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Cruzando el puente

Cruzando el puente Para bien o para mal, fue la época del blues. En aquel momento proliferaban las grandes bandas y solistas de blues y jazz que representaban su teatro musical en la multitud de salas y garitos del downtown de la ciudad. Los carteles adheridos a los muros de las viejas paredes de los edificios de principios de siglo anunciaban las actuaciones, y las atrayentes luces de neón maquillaban los bares y tugurios en donde se cocía el meollo de la movida del momento. En estos lugares de reunión corría el alcohol, la coca, la heroína y la marihuana, que se entremezclaban con las notas que salían de los viejos instrumentos y con las voces y llamadas de desesperado auxilio de los que acudían tratando de huir de sus funestos y apesadumbrados callejones sin salida. Por esos pequeños hormigueros de resignación también nos dejábamos caer mi lunática banda de blues y yo. Recorríamos las familiares salas de concierto y bares en donde dábamos rienda suelta a nuestras bocas, escupiendo por los instrumentos toda la carroña de tristeza y fatalidad que circulaba por nuestras vidas, con lo que conseguíamos sentirnos por unos instantes los hombres más felices y afortunados de la giratoria esfera. Y tras la verídica representación de nuestros males, pasábamos por caja para recoger una limosna que ávidamente se despilfarraría en drogas, alcohol, juego y furcias, volviendo de nuevo a montarnos en el cerrado tiovivo que gira cada vez más deprisa, hasta que vomitamos y alguien nos hace beber una reconfortante taza de placebo que nos proporciona un alivio pasajero.
Por aquel entonces yo ya había vomitado varias veces, y mis amigos muchas más. En aquellos días ya comenzaba a sentir la llegada de las arcadas desde un lugar entre el pecho y el estómago. Por suerte, aquel día me encontré con Harry, el impasible. Le llamábamos así por que era de los pocos capaces de engullir toneladas de matarratas de pesimismo sin que mostrara el más mínimo síntoma vomitivo. Se había casado y divorciado tres veces, la policía le había arrestado en diez ocasiones por pegar a sus mujeres, y dos de sus hijos adolescentes habían muerto recientemente, ambos tras sendas sobredosis de heroína; dados sus antecedentes criminales, había perdido el trabajo de peón en la construcción del nuevo puente que cruzaba el río hacia la parte este de la ciudad. Su actual fuente de ingresos procedía de las amenazas ejecutadas revólver en mano a los chavales de la banda de yonquis a la que habían pertenecido sus hijos, sin pestañear a la hora de reclamarles dinero a cambio, no ya de tener la boca cerrada con la bofia, sino de evitar acribillar a balazos sus desgraciadas y rastreras vidas. Así que, conociendo la suficiente simpatía que tenía conmigo como para entablar una pequeña conversación, me dirigí hacia él cuando le vi sentado en una de las mesas del Crossroads.
-¿Qué hay, amigo? –dije. -¿No te importa si me siento? Te invito, ¿qué tomas?
-Johnny Walker, dos hielos... ya sabes, Frankie.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí, Harry? –le pregunté.
-Desde las seis y media. He ido ha hacer una visita al capullo de Grabbs después del papeo, y luego me he pasado por aquí. –contestó entre dientes, sin levantar la mirada de su copa de whisky. -¿Y tú? –preguntó. –Hace cuatro días que no se te ve el careto, ¿por dónde andas metido?
-Bueno, ya sabes, rondando por el garaje de Charlie, ensayando... –respondí con una sonrisa. –Supongo que ya sabrás que el jueves tenemos bolo...

-Sí. Ya me lo dijo Roberts. Por cierto, acabo de recordar que alguien con cara de capullo me espera para una visita de rigor. –dijo de repente levantándose y mostrando el revólver que sobresalía emparedado entre su cinturón y su enorme barriga. –Nos vemos, Frankie.

Tras la marcha de Harry, tuve tiempo de tomarme tres dry-martinis mientras charlaba con Roberts, el dueño del garito, y con el que hacía años mantenía un acuerdo de amistad por medio del adictivo nexo del alcohol. Sé que en realidad yo no le caía nada bien, pero me mantenía satisfecho y abastecido de dry-martinis y whisky a cambio de llenarle el local los días de concierto. Mientras escuchábamos al maestro Robert Johnson en la máquina del bar, apareció Willy, el contrabajista.
-¡Eres un maldito cabrón, Frank! –fue su amable saludo. -¿Sabes que he estado esperándote en la esquina del Bradbury más de media hora? Pero mañana –me señaló con el dedo- ya tendré el buga reparado, y entonces ya me verás el pelo, ya...
-Menos lobos, caperucita. –dije con calma. -¿No me dijiste que bajarías más tarde con Charlie? Bueno, tal vez se me ha olvidado, nadie es perfecto. Venga capullo, déjate de rollos...
-Bueno, pero otra vez no te lo paso... –dijo, con más calma. –Venga, invítame a un whisky on the rocks.
La verdad era que no se me había olvidado, le dejé colgado a propósito. Me caía como una patada en el culo: era un cabrón y un engreído, siempre quería llevar la voz cantante en el grupo y no soportaba críticas ni consejos ni de sus mejores amigos. Si lo soportábamos Charlie y yo era porque en la vida íbamos a encontrar un contrabajista que le llegara a la suela de los zapatos: el tío era jodidamente bueno, ¡qué digo, era el mejor! Manejaba las cuatro cuerdas con la maestría y la suavidad de una costurera, y siempre colocaba la nota justo en el lugar adecuado, sin pasarse ni quedarse corto. Sus dedos se fundían en el mástil de su bajo y ya podrían sangrar entre sus gruesas cuerdas sin que diera tregua al sufrimiento. Pero ahí estaba él, capaz de destrozarse los dedos hasta alcanzar la perfección. Su otra pasión, además de la música, eran los coches; pero era ésta una pasión desenfrenada, ya que no conocía los límites de la velocidad, y además, participaba en carreras ilegales en las calles del suburbio bajo, junto a la zona de fábricas abandonadas, en las que se hacían apuestas de las que sacaba una buena cantidad de dinero que más tarde despilfarraba en la reparación de los coches que acababa destrozando: varios habían quedado en siniestro total, por lo que había tenido que comprar otros, y además, se había llevado gratos recuerdos en forma de cicatrices y roturas de huesos tras aparatosos accidentes. Por suerte, sus manos continuaban intactas.
Media hora después llegó Charlie, el baterista. Charlie, por el contrario, era un buenazo, y no menos a la hora de deslizar sus baquetas a lo largo de los platos y timbales de su batería. Tenía un estilo inconfundible, sutil y a la vez enérgico y, en ocasiones daba la impresión de que se valiera de más de sus cuatro extremidades. Como aval de su afable carácter, siempre que algún colega se encontraba en apuros él acudía en su ayuda desinteresadamente, intentando transferir todo el optimismo que llevaba en su interior. Y era esto precisamente lo más increíble del caso, ya que por el contrario, cualquiera que como él hubiera sido engañado, vapuleado, y despreciado por su mujer y sus hijos, ya hubiera intentado hacerse pedacitos sus venas. Afortunadamente, tras el divorcio, consiguió mantener en posesión su bien conseguida y pagada vivienda, junto con el ancho garaje donde solíamos ensayar, cosa que era suficiente para mantener su extraño positivismo.


A eso de las diez, comenzaron a llegar otros colegas y clientes habituales del Crossroads, que se interesaban en más o menos medida por el bolo del jueves. Llegó Lou, con su torcida sonrisa de esquizofrénico crónico, gracias a un brote psicótico causado tras una desmedida dosis de caballo; también se acercó Guy, acompañado de dos furcias que nos presentó y prometió nos harían compañía el jueves si hacíamos uno
de esos buenos conciertos a los que estaba acostumbrado; también estaba Ray, el generoso camello que disfrutaba de una fama de intocable entre la bofia de la ciudad, ya que sus favores a las autoridades y la banda de mafiosos que le respaldaba eran motivos más que convincentes. Así que entre vacías carcajadas, insulsos comentarios y sarcásticas palmaditas en la espalda, Robert comenzó a surtir la barra del bar con cervezas, whisky, tequila y puros por cuenta de la casa.
-¿No habrás visto a Harry por aquí, no? –me preguntó Ray.
-¿Harry? ¡Qué va! –mentí convincente. –Hace varias semanas que no le sigo el rastro.
-Bueno. –dijo, mientras me pasaba el brazo por el hombro y me susurraba. –Si le vieras, dile que Danny quiere tratar con él unos asuntillos sobre los chavales a los que les va pidiendo la paga, ya sabes...
-¡Ah! ¿Todavía anda con eso? –pregunté. –Bueno... no tiene mala intención, ya sabes, el pobre... ¿No irán a hacerle nada, verdad?
-¡Qué va, hombre! –dijo con una forzada carcajada. –Sólo es para darle una collejita, para que se deje de castigar tanto a los niños.
-Tranquilo, que si lo veo se lo diré.

Creo que es el momento de hacer un paréntesis en este relato para dar una información que, si en cierta manera prescindible, es importante para conocer el mundo y la época en que vivíamos y la clase de personajes que la poblábamos. Lo primero que he de dejar claro es que entre los músicos de mi grupo yo era el único rostro pálido; es decir, que Charlie y Willy eran negros y, por esta denominación, tenían el sello y la garantía de calidad de considerarse auténticos músicos de blues. Así es, los albos músicos de blues que, de alguna manera, hemos hecho nuestra esta herencia de raza negra, no poseemos ese arraigado sentimiento de tristeza y melancolía que les corre por la sangre desde que sus remotos antepasados llegaron de la costa oeste africana al sur del continente norteamericano y, entre cantos nostálgicos y melodías de añoranza, buscaban alivio y consuelo durante sus horas como esclavos en los campos de algodón. No, nosotros, los blancos de estos tiempos de blues, no teníamos ese sentimiento, aunque de alguna manera, igual que ellos, también nos sentíamos esclavos de la vida a la que habíamos sido abocados; y por eso, igual que ellos también hacían, manifestamos juntos nuestra tristeza, nuestros pecados, nuestra decepción y nuestros sentimientos a través de ésta música, nacida para tal fin.
Otro dato que, a estas alturas el lector ya haya podido deducir, es que yo era el cantante solista y guitarrista del grupo. Solía componer con mi Grestch del 37 la mayoría de los temas del grupo, aunque, para ser acordes a la realidad, como suele ser costumbre, nuestras canciones de blues eran compuestas desde una base a la que, cada miembro del grupo en cada actuación, daba sus matices de improvisación. Por otra parte, yo era un especialista en romper las cuerdas de mi guitarra cuando estiraba las agudas notas de mis solos, por lo que me veía obligado a comprar casi cada semana un nuevo juego de cuerdas, para en otra ocasión volver a romperlas. Pasaba lo mismo, en cierta manera, con Lucy. Pasábamos juntos dos semanas en mi segunda residencia (mi

apartamento, ya que donde trituraba la mayor parte de mi tiempo era en el Crossroads, el club de Roberts y, a continuación, en el garaje de Charlie) y, de repente, nos enzarzábamos en una tonta discusión que desembocaba en el lanzamiento de los platos a
la cabeza y el juramento de no volver a vernos las jetas nunca más. Pero, al volver a encontrarnos tras unos días, ya fuera por un inevitable impulso de atracción sexual o por
una cierta necesidad de amor fatal, acabábamos de nuevo en la amplia cama de mi apartamento durante dos semanas más. Ahora pasábamos por una etapa de guerra fría, aunque esperaba que el concierto del jueves fuera motivo de un nuevo tratado de paz.

Aquella noche, tras salir del Crossroads, me fui a mi apartamento para despejar un poco mi mente y rasgar durante un rato las cuerdas de mi guitarra, en busca del sólo perfecto para una canción. También entoné, tras esto, los versos de una reciente composición:

Don´t cry again babe, I don´t wanna see you this way,
Don´t cry again babe, I wanna hold you tight again,
Don´t wanna be again in this mood,
Maybe you can turn off this blues.

Al día siguiente, tras un nuevo ensayo en el garaje de Charlie, me dirigí solo hacia el Crossroads, ya que esa noche Charlie se reunía con su ex-mujer para tratar unos asuntos legales. Faltaban tres días para el concierto, y en el bar, Roberts y yo ultimábamos las condiciones y honorarios del mismo. Cuando de repente, con la cara desencajada, medio llorando, dando voces ininteligibles y llevándose por delante mesas y sillas, irrumpió Lou entrando en el local. Roberts y yo imaginamos que se trataba de otro de sus frecuentes brotes psicóticos, por lo que nos pusimos en alerta y le agarramos entre los dos por los hombros, tratando de calmarle. Seguía emitiendo gritos y palabras inconexas, con la mirada perdida, hasta que le dimos un vaso de agua y le apaciguamos:
-Vamos, tranquilo... No pasa nada Lou. –intenté calmarle.
-¡Harry! ¡Harry! ¡Frank! ¡Harry! –empezó a exclamar sin coherencia. -¡Fuera, Harry...! La... la... ¡fábrica! –siguió ante nuestras miradas de compasión. -¡Muerto, muerto! ¡Harry! ¡Frank!
-¿Cómo? –pregunté, tratando de analizar la sintaxis de sus palabras.
-¡Tiros, muerto! ¡La banda de Danny! ¡Frank! ¡Harry!
Tras una breve pausa, Roberts y yo intentamos descifrar en la medida de lo
posible el mensaje de Lou que, a primera vista, no aparentaba fiabilidad, pero, tras la insistencia de éste, empezamos a considerar plausible y preocupante.
-¿En la vieja fábrica dices? –quise saber.
-¡Sí, sí, sí! ¡Rápido, Frank! ¡Harry, muerto!
Me despedí de Roberts y me dirigí con Lou a la zona de la antigua fábrica ferroviaria, con una creciente preocupación tras la cada vez más fiable narración del yonqui. Cogimos mi Chevrolet y nos encaminamos al lugar. Al llegar a las inmediaciones tuvimos que parar y bajar del coche, ya que varias patrullas de la bofia se acumulaban a lo largo de la calle. Intentamos abrirnos paso entre la multitud de curiosos que se aglutinaban a lo largo de la calle, hasta que vimos a Guy que se acercaba a nosotros moviendo de un lado a otro la cabeza.
-Al final lo han hecho, Frankie. –dijo.-Mira que se lo advertí, deja a los chavales en paz, que los de Danny te están preparando... Pero, nada, era un maldito cabezón...-comentó con impasibilidad Guy.

Aparté a Guy con el brazo y descubrí el cuerpo de Harry en el suelo, bañado en un mar de sangre que ahogaba su fatídico camino a la destrucción. Por la noche, al volver al Crossroads y encontrarme con otros cotillas, me contaron la historia: Harry fue a amenazar a los chavales para que le pagaran, y ante la inesperada negativa de éstos, se produjo una agitada discusión, en la que finalmente Harry, totalmente descontralado, comenzó a descargar su pistola dando alcance a tres de ellos. A los pocos minutos, cinco asesinos a sueldo de Danny, que le seguían el rastro, salieron tras él y no dudaron en acribillarle por la espalda.

Al día siguiente me dirigí al garaje de Charlie para ensayar un rato, pero por sorpresa lo encontré cerrado. Llamé a casa y nadie contestó. Insistí, sin conseguir respuesta. Decidí por tanto ir al Crossroads y comprobar si andaba por allí.
-¿Has visto hoy a Charlie? –pregunté a Roberts, al comprobar que Charlie tampoco estaba allí.
-¡Qué va! Hoy eres tú el primero que viene por aquí. –contestó Roberts.
-Qué raro. Habíamos quedado para ensayar, y tampoco he visto a Willy. ¿Dónde andarán metidos?
-¡Ah! Willy debe andar por el puente viejo. Ayer me dijo que hoy por la noche habría carrera. –señaló Roberts.
-¡Qué cabrón! Me dijo que no me preocupara, que hoy no faltaría al ensayo.
-¿Dry martini, doble? –preguntó.
-No, déjalo, Roberts. –contesté rápidamente. –Me voy a dar una vuelta por allí para cantarle las cuarenta.

Me dirigí a la zona del viejo puente de la autopista. Cuando estaba llegando, pude observar una gran humareda que surgía debajo del horizonte de asfalto. Me encontré con una fila de coches y gente mirando desde lo alto del puente. Bajé de mi Chevrolet y fui hasta donde se reunía un grupo de gente que miraba hacia el lugar de donde procedía la humareda. Me encontré a unos conocidos de Willy que participaban en la carrera y algunos de los mafiosos que hacían apuestas; miré hacia el precipicio bajo el puente y comprobé que los restos de un coche en llamas eran la causa del incendio. Uno de los apostantes, un corrupto banquero llamado Jeremy, me comentó indignado:
-¡Mierda, tío! Esta vez me había apostado toda la caja del mes y ha tenido que joderse, cuando tenía todas las cartas para ganar. ¡Ha sido culpa del maldito Ford, que le ha cerrado y le ha echado fuera! –dijo con rabia. –Bueno, yo me las piro antes de que llegue la bofia.
Entonces, asumí el hecho sin gran sorpresa, tras adivinar que el coche en llamas no era otro que el Buick de Willy, sabiendo que un día u otro su maldita pasión por las carreras le conduciría al final. Sus dedos, con su estilo único, ya nunca más podrían recorrer el mástil del contrabajo que a la perfección supo tocar. Ya no habría más discusiones, más carreras, más plantones, pero tampoco nunca más volveríamos a compartir aquel auténtico blues que fluía por las cuerdas de su bajo. Pero tan sólo él tomó la decisión, componiendo de antemano la canción que ahogaría entre las llamas y los hierros de su veloz Buick.

La muerte de un buen músico de blues es tan o más dolorosa que la de un amigo: por desgracia, a mí se me juntaron las dos; sí, a pesar de nuestras discusiones y nuestros desencuentros, Willy era uno de los pocos amigos que podía contar con los dedos de
una mano. Pero por duro que fuera, mi deber era encontrar a Charlie y contarle lo sucedido.

A la mañana siguiente, pues, me dirigí de nuevo a su casa, y a pesar de llamar varias veces a la puerta continué sin hallar respuesta. No obstante, cuando ya daba media vuelta, la puerta de súbito se abrió, y al darme la vuelta descubrí a Joan, la ex-mujer de Charlie.
-¿Qué diablos quieres? –fue su recibimiento. –Ya te puedes largar, Charlie no está, ni le volverás a ver por aquí nunca más.
-¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido, Joan? –pregunté extrañado.
-Pues ha pasado lo que hace tiempo esperábamos. –sentenció. -El abogado nos ha concedido por fin la casa a mi y a mis hijos, así que ya le puedes decir que se pase cuanto antes para hacer las maletas y que nos deje para siempre en paz.
-Pero, ¿y ahora...? –vacilé- Sabes que no tiene ni para un alquiler... ¿dónde va a vivir?
-¡Ni lo sé ni me importa! ¡Por mí que se pudra en la calle! –declaró con ira, tras lo cual cerró de golpe la puerta.
-¡Joan, maldita seas! –grité golpeando la puerta. -¡Cómo puedes ser tan cruel con Charlie! ¡Te arrepentirás de lo que has hecho!

Charlie era más que un amigo para mí, casi como un hermano, por lo que estaba dispuesto a encontrarle y, sin duda, acogerle en mi apartamento. Pero el dilema en aquel momento era conocer su paradero y saber cuál sería su estado de ánimo. Así que decidí volver al Crossroads y preguntar a todos los colegas por su paradero: ninguno pudo darme un dato claro. Cuando llevaba tomados varios dry-martinis intentando cavilar por dónde podría empezar a buscar a mi amigo, hizo entrada en el bar Guy, que nos dio la impactante e inesperada noticia del incendio en casa de Charlie.
Tiempo más tarde, en la página de sucesos de un periódico, conocería los detalles del incidente ocurrido: Charlie volvió a su casa hacia las cinco, pocos minutos después de mi visita. Entró en su casa con la llave que aún poseía y se dirigió sigilosamente hacia la cocina, donde su mujer preparaba una tarta casera. Allí, Charlie se plantó delante de su mujer e hizo accionar la bomba de dinamita que llevaba adherida a su cuerpo y que acabaría con su vida y con la de su mujer. Aquel fue el fatídico final del baterista de mi banda, que vio derrumbarse el mundo a sus pies ante la noticia de tener que abandonar su única vivienda y el garaje que desde un principio había sido el punto de encuentro para los ensayos de nuestras tristes canciones de blues. Ya nunca más, los tres malditos comulgantes del blues, nunca más de vuelta al lugar dónde un día surgiera nuestra musical comunión.
Traté de asumir mi condición de huérfano: ya no me quedaba nada, tan sólo esa triste canción de blues que entre todos habíamos compuesto, y cuyo único y desolado heredero iba a ser yo; ellos me la ofrecieron y yo, por última vez, la logré interpretar. Aquella fue la canción definitiva, la canción que terminaría en el mismo momento que comenzó.

Aquella noche, justo al verla entrar por la puerta del bar con la intención de acudir al concierto que jamás haríamos, tomé la decisión.
-¡Vámonos Lucy! ¡Se acabó! Empezaremos una nueva vida, sin discusiones, sin impedimentos, sin obstáculos, sin engaños, tan sólo amándonos. –dije con convicción, abrazándola.
Ante su mirada atónita, la cogí por el brazo y salimos por última vez del Crossroads. Nos dirigimos a mi apartamento y le dije que esperara abajo, mientras recogía algunas cosas. Subí a la décima planta de mi piso y me dirigí al cuarto donde reposaba mi Grestch. La observé durante un instante; a continuación me asomé a la
ventana y, medio sonámbulo, aún inmerso en la pesadilla y dejando fluir el subconsciente de la fatídica inercia, pasé mis dos piernas por la repisa y me quedé sentado en ella, contemplando el gigante paisaje de rascacielos que me circundaba. En aquel momento, pensando en el triste final de mis amigos, tuve el pasajero impulso de dejarme caer en el vacío de desesperación y maldición en el que ellos se habían sumido, escribiendo asimismo, el final de mi triste canción. Pero entonces, al ver a Lucy en la calle, esperando, me dije que todavía estaba a tiempo de componer una nueva y optimista canción. Así que cogí mi guitarra y mi maleta y bajé a la calle; subimos luego los dos en mi Chevrolet, tomando rumbo a un nuevo lugar, donde pudiéramos olvidar todo, como si de una ficticia canción se tratara.
Cuando cruzábamos el puente de la autopista que abandonaba la ciudad, frené en seco y detuve el coche a un lado, ante la sorpresa de Lucy.
-¿Qué haces, Frankie? Me has asustado.
-Es sólo un momento. –dije.-Hay una cosa que aún debo hacer.
Entonces, salí del coche y abrí el maletero, tomando la funda que contenía mi Grestch. Abrí la funda y saqué la guitarra. Me dirigí hacia la baranda con la guitarra entre las dos manos y tomando impulso, lancé con todas mis fuerzas el instrumento hacia el ancho cauce del río que pasaba por debajo del puente, ahogando todos los tristes recuerdos que el blues y aquella ciudad me habían proporcionado. Regresé al interior del automóvil y arranqué apresuradamente. A los pocos minutos habíamos logrado cruzar aquel largo puente que mis amigos nunca conseguirían atravesar, dejando atrás la ciudad que fue cuna del blues, la que un día fue bautizada con el nombre de Chicago.

Autor: Franz_126, enero de 2004