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el expreso de medianoche

Crimen Desorganizado, S.A.

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Bajó en el ascensor y, una vez en la planta baja cruzó por recepción. Allí, se dirigió a una cabina telefónica y llamó al Comité Central. Cuando el Comisario Hiato se puso al aparato, Léxico comenzó a excusarse por su retraso:
 
        -Comisario... Lo cierto es que es una historia muy larga y creo que disponemos de poco tiempo. ¿Está Begoña con usted?
 
        -Sí, claro... Ahora mismo estábamos decidiéndonos a salir en dirección de los estudios de TeleBrinco, dado que tu aparición por aquí no parecía factible.
 
        -Ah, bien... Perfecto –convino Léxico-. Entonces vayan ustedes hacia allí, que yo pediré un taxi para reunirnos lo antes posible.
 
        -De acuerdo. No te preocupes, no obstante. El programa dura unas dos horas, así que no creo que se nos escape ese tal Mataporros.
 
        Léxico colgó el auricular y se dispuso a dirigirse a la salida, a la máxima velocidad que las muletas le permitían. Cuando bajaba por la rampa de salida, una joven le ofreció su ayuda, cosa que Léxico agradeció enormemente.
 
        Se dirigió por la acera hasta la parada de taxis. No obstante, comprobó con fastidio que ésta permanecía desierta. Bajó, pues, la acera, para comprobar si alguno hacía acto de aparición por el lugar, pero tan sólo vio pasar varios utilitarios particulares que deslumbraban con sus focos en la oscuridad de la noche, tan sólo iluminada por la leve luz de una vieja farola.
 
        Estuvo esperando unos instantes, durante los cuales no apareció ni una sola luz en medio de la noche. Al cabo, comprobó cómo a lo lejos, una única luz se aproximaba con creciente rapidez al lugar en que se encontraba. Cuando la moto estaba ya muy cerca, hizo el gesto instintivo de apartarse hacia la acera. No obstante, no le dio tiempo, ya que observó cómo la moto se dirigía directa hacia él. En el momento en que la moto estaba a punto de atropellarle –intencionadamente, como evidenció- pudo Léxico apartarse lo suficiente y arrojarse con dureza al suelo, a la par que dejaba soltar una de sus muletas. Quisieron los hados que la muleta se colara casualmente por entre los radios de la motocicleta, cosa que hizo frenar en seco el vehículo, a la par que dar alas a su ocupante en un pequeño vuelo que le trasladó una distancia más allá de la colisión. Mientras Léxico trataba de incorporarse, comprobó cómo su presunto homicida yacía tendido en el suelo, unos metros más allá. En ese instante, y dado que el detective no podía valerse de sus propios medios, la atenta joven que ya le ayudara anteriormente descubrió al accidentado en el suelo. Acudió, de nuevo, presta a ayudarle, y agarrándole por debajo de las axilas, colaboró a que Léxico pudiera incorporarse y ponerse de pie. Cuando lo logró, dio de nuevo efusivamente las gracias a la joven, a la par que buscaba al motorista. Vio que el tipo también trataba de incorporarse, y acto seguido, sin demasiados problemas, lo lograba. Trató Léxico de salir a su zaga, no obstante, con ciertas dificultades motrices. Apreció también una notable cojera en su perseguido. La joven, que permaneció perpleja en el lugar, parecía asistir al espectáculo de una extraña competición paralímpica. Mientras el motorista continuaba su plan de fuga, un taxi se aproximaba al lugar, en dirección opuesta. Logró el motorista, finalmente, hacer parar al taxi, mientras a continuación subía al mismo, ante la impotencia de Léxico, que no pudo llegar a alcanzarlo. Tuvo que resignarse, pues, a observar cómo el tipo lograba su huída. Así que decidió dar media vuelta.
 
        Mientras regresaba a la parada, donde la joven permanecía inquieta, halló por el camino la que, con toda seguridad, debía ser la cartera que aquel tipo había descuidado. Dejó caer las muletas y se agachó al suelo para recogerla. La abrió y registró su contenido. Halló, afortunadamente, un carné de identidad:
 
        “Jung So, Li.”
 
        Miró la fotografía y se fijó en los rasgos orientales del identificado. Se preguntaba qué relación debía tener aquel tipo en todo aquel caso, y mientras se guardaba la cartera, una suave y ya familiar voz, le ofrecía por tercera vez:
 
        -¿Le puedo ayudar?
 

        -Es usted muy amable, señorita.

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Abrió la puerta del coche. A continuación, la guantera. Tomó la petaca y apuró el escaso negruzco líquido que le quedaba. Arrancó el automóvil y salió directo hacia la entrada de la autopista. No encontró ningún otro coche en la entrada, así que pisó a fondo el pedal del acelerador y se incorporó a la autopista por el carril de aceleración. Llevaba unos dos kilómetros recorridos cuando se le presentó una dificultosa curva. Echó, pues, el pie al freno, comprobando, no obstante, que el pedal se hundía de manera inusitada hasta el fondo. No tardó en darse cuenta del contratiempo, tomando con peligro la curva que ya se le echaba encima. Como los frenos no respondían, trató de decelerar el coche cambiando a una marcha inferior. No obstante, el automóvil había tomado una suficiente velocidad que le impedía detenerse por el momento. Vio el cartel de la próxima salida y se dispuso a seguirla. Como su velocidad era superior a la de varios coches que frenaron ante el semáforo, tuvo que esquivarlos con unas cuantas ágiles maniobras. Cruzó, como no podía ser de otra manera, el semáforo en rojo, comprobando cómo a mitad de la calle un utilitario pasaba rozando el morro de su seiscientos. Decidió, para evitar mayores perjuicios, dirigirse por el césped de un parque situado junto a la calle. Subió el coche por el bordillo, cruzando la acera por delante de varios viandantes, e internándose en el césped del parque. Tuvo que esquivar varios árboles y alguna que otra papelera, hasta que un quiosco le impidió, con cierta brusquedad, la prosecución de su marcha.       

         Cuando despertó, comprobó que aquella no era su cama, por lo estrecho y por la dureza del colchón. Asimismo, pensó que un terremoto estaba aconteciendo, por los leves aunque bruscos movimientos del habitáculo en que se encontraba. Pudo apreciar a continuación el ruido de una estridente sirena, seguido por la visión de un tipo en cuyo peto apreciaba borrosamente una cruz roja.

       -Parece que vuelve en sí –evidenció el tipo-. ¿Qué tal se encuentra? 

       -Pues o he dormido esta noche fatal o me ha sobrevenido una sensación de artrosis aguda de golpe.

       -Procure no hablar demasiado –replicó el enfermero-. Ha sufrido usted un accidente de circulación. Lo que todavía no entiendo es qué demonios hacía usted con su coche dentro de un parque. 

        Léxico meditó la primera réplica contradictoria de la respuesta del enfermero, a la par que agradecía la información recibida.

        La ambulancia llegó a la puerta de urgencias del hospital facultativo de la ciudad. Dos enfermeros acudieron a abrir las puertas del vehículo y ayudaron a bajar la camilla en la que reposaba Léxico. Le dirigieron con presteza hacia la sala de urgencias. Condujeron la camilla por un estrecho corredor y la aparcaron en un box situado al fondo. 

        Léxico se sintió soledoso durante un buen rato, cosa que aprovechó para probar a levantarse. Experimentó, entonces, variopintos dolores a lo largo de su cuerpo, así cómo un dolor un tanto más agudo en su pierna derecha. Estos dolores contribuyeron a que decidiera cerrar los ojos durante un ratito más.

        Despertó, por tercera vez en aquel día, en una cama un tanto más cómoda, atado por un tubo de suero en su brazo derecho. Se incorporó un tanto, apoyándose en la cabecera de la cama. Miró a su izquierda y comprobó que, en esta ocasión, disponía de una lisiada compañía. 

        -Hombre, buenas tardes... Yo soy Baldirio, para servirle. ¿Cómo se llama usted?

        Léxico sonrió a aquel sexagenario en silla de ruedas que se dirigía hacia su cama. Al cabo, comenzaron a charlar amistosamente, y el hombre comenzó a contarle sus varias batallitas de hospitales. 

        Transcurrida una media hora, un médico interrumpió la grata conversación con el viejo, y examinó a grandes rasgos el estado de salud de Léxico.

        -Bueno, caballero. Creo que ha tenido usted suerte –informó atentamente-. Tan sólo unos rasguños y algún que otro moratón. La pierna tardará más en curársele, pero, en fin... Puede usted dar gracias a la Divina Providencia. 

        Léxico reparó en aquel momento en su pierna escayolada, y se dirigió con premura al doctor.

        -¿Qué hora tiene, doctor? 

        -Las ocho y media.

        Léxico fue consciente entonces de las tareas que se le habían acumulado y que debía, casi sin ninguna excusa, atender al momento, así que se dirigió apremiante al médico. 

        -¿Puede usted entonces darme el alta, dado que mi estado no reviste gravedad alguna?

        -¡Pero, hombre! –saltó sorprendido-. ¡Cómo va usted a marcharse tan pronto! Creo que podemos retirarle ya el suero, pero el alta me temo que no se la podremos dar por lo menos hasta mañana. 

        Léxico explicó al médico su situación, además de su profesión. Le rogó que en cuanto le quitara el suero le diera el alta. Pidió, asimismo, si era posible que le devolvieran sus pertenencias. El médico estuvo rumiando durante un rato y consultó al rato con sus superiores. Al cabo, aproximadamente, de una hora, regresó el médico a la habitación. Le retiró el suero y le entregó sus cosas, además de un alta en la que el paciente daba su consentimiento exclusivo bajo su propia responsabilidad. Le entregó, también, un par de cajas de medicamentos sedantes, varias recetas, y le dejó en préstamo un par de muletas.

         Agradeciendo efusivamente la atención prestada, se despidió Léxico del doctor y de su compañero de habitación, y salió por la puerta en dirección a recepción.

 

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Crimen Desorganizado, S.A.

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        Mientras Léxico continuaba escrutando la posibilidad de que su estimada Adelita hubiera urdido semejante plan, y de que pudiera llegar a tener relación con toda aquella trama, se planteó acudir a la máxima brevedad a sus deberes laborales. Recordó que había concertado una cita con el comisario Hiato, para analizar los pormenores del caso y continuar interrogando a Begoña, con la que más tarde debería acudir al “late-night” en donde colaboraba su progenitor. 

        No obstante, halló con creciente indignación, un primordial y fastidioso inconveniente a su propósito. En el momento que se disponía a abrir la puerta del apartamento comprobó que el cierre de la misma estaba echado. No encontró, por otra parte, ninguna llave colocada por dentro, como tampoco en el cajón del mueble recibidor. Desestimó proseguir una búsqueda inútil por el resto de la vivienda, ya que era fácil deducir que la intención de Adelita había sido la de impedir su salida.

        Regresó, pues, al dormitorio. Por suerte, la tormenta parecía haber concluido; se dispuso, pues, a subir la persiana del ventanal, asomando su chamorra al exterior. Oteando la ventana situada a su izquierda y estudiando una posible escapatoria por la colindante vivienda, se decidió a auparse hasta el alféizar. Una vez sentado en éste, fue bajando su pie derecho hasta el apoyo exterior de mármol, logrando mantenerse firme sobre la estrecha cornisa; calculó que tan sólo le mediaban unos ocho metros hasta alcanzar su próxima meta, así que, envalentonado, se dispuso a avanzar recostado con su espalda en la pared. Procuró no mirar hacia el fondo del precipicio de siete plantas, no tanto por vértigo, como por no despistarse de su peligrosa tarea. No obstante, mientras posaba su mirada al frente, se topó con el encuentro de un vecino que le miraba perplejo desde el balcón del edificio opuesto. Léxico tuvo a bien corresponder con una afable sonrisa, cosa que pareció no satisfacer del todo al hombre, ya que comenzó a vociferar con histerismo: 

        -¡Dios mío! ¡No lo haga, por favor! ¡Estése quieto, se lo ruego!

        Se le mutó a Léxico la sonrisa en una mueca de espanto. Al tiempo, comprobaba cómo en otros de los balcones de enfrente la gente salía alertada por los gritos y por el posterior descubrimiento del presunto suicida. Mientras continuaba escuchando los ruegos del viejo vecino, pudo también escuchar en un tono de voz más bajo la disposición de otros vecinos a llamar a los bomberos o a la policía. No obstante, no cejó en su empeño de continuar su arriesgada andadura por la cornisa, haciendo caso omiso a los ruegos del vecindario. Una vez alcanzada la ventana colindante, pudo sentarse en el alféizar, comprobando que la persiana estaba a medio subir y que del interior de la vivienda surgía una bonita melodía en forma de estridente Heavy-Metal. Aún sentado en el alféizar, se dispuso a empujar hacia arriba la persiana y una vez que consiguió la suficiente obertura para colarse, empujó el vidrio de la entreabierta ventana. Tomó impulso y logró caerse dentro de la habitación, mientras el sonido de la música se hacía mucho más perceptible. Mientras se incorporaba, se halló con las patas de una cama, en cuyo edredón reposaban también las patas y el tronco de un joven adolescente. El chaval dejó caer el cómic que, probablemente, estaba tratando de leer, y se quedó mirando perplejo al intruso. Al cabo, mientras Léxico sonreía amigable, el chico espetó: 

        -¡Cagonlaputa! ¡Si es el mismísimo Hombre Araña!

        Mientras Léxico reía la ocurrencia del adolescente, escuchó la llamada proveniente de detrás de la puerta de la habitación, a la par que con su dedo índice en los labios instaba a mantener silencio al chico. No obstante, comprobó cómo la puerta se abría y una mujer cuarentona hacía acto de aparición: 

        -Venga, Richi, que ya está la com... –se interrumpió de sopetón la mujer al descubrir al presunto caco.

        -¡Mira, vieja! –soltó el chaval-. Te presento al mismísimo Spider Man. 

        Antes de que Léxico pudiera abrir la boca, la mujer comenzó a gritar histérica, cogiendo a su hijo por el brazo y casi arrastrándolo hacia el exterior de la habitación. Mientras Léxico salía detrás de ellos tratando de dar explicaciones y mostrando su placa de detective, mujer y adolescente ya habían salido pitando por la puerta del piso.

        Así, pues, con parsimonia, Léxico se dispuso a salir de la vivienda. Se dirigió hacia el ascensor. Entró y pulsó el botón de la planta baja. Al minuto llegó al portal, mientras escuchaba una serie de sirenas de diferente calibre en el exterior. Abrió la puerta del portal y observó cómo en la calle se apelotonaban dos o tres coches de bomberos, una ambulancia y dos patrullas de la policía. Mientras veía pasar de aquí a allá una serie de uniformados bomberos, decidió mirar a uno y otro lado de la calle y, esta vez, con más presteza y diligencia, se dispuso a alcanzar lo antes posible la esquina.

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Una caverna oscura, tan sólo iluminada por la leve luz de dos candiles colgados de ambas paredes. El techo, compuesto por estanterías repletas de libros. Se encuentra tumbado en un diván de acero, inmovilizado y atado de pies y manos, amordazado por un continuo chorro de negruzco líquido que le obliga a tragar incesantemente, casi ahogándole. Mientras continúa bebiendo, sin remisión, comprueba cómo los libros comienzan a descender de sus ingrávidas estanterías y pasan rozando su cuerpo, mientras escucha enormes estruendos al contactar con el suelo. A su vez, escucha a lo lejos los ladridos de un furioso perro, ladridos que estima más bien como fieros y felinos rugidos. Acto seguido, una fantasmagórica niña con coletas se le aparece por el costado derecho; observa cómo se deshace el nudo de la goma de una de sus coletas y, una vez en su mano, comprueba que ésta se ha convertido en un fino pero afilado látigo. La niña blande el látigo con expresión malvada y comienza a lanzarlo contra el suelo. Mientras escucha de fondo los rugidos, los fuertes latigazos que la malvada niña proyecta contra el suelo alertan a Léxico, que implora misericordia. La niña, sonríe perversamente, mientras comienza a expulsar, como si fueran proyectiles, escupitajos que van a parar a su cara. Éste, continúa implorando piedad, a la vez que grita desesperadamente: 

        -¡No, noooo, nooo, basta por favor...! La niña emite una terrible carcajada y, a continuación, continúa escupiendo a la cara de Léxico.        

        En ese momento, sobresaltado, abre los ojos. Se incorpora precipitadamente. Se palpa la cara y comprueba que, además del sudor, su tez está húmeda debido a otro líquido extra corporal. Se gira y descubre cómo la almohada está empapada, debido a una gotera que incide en su caída hasta la cama. Asimismo, comprueba que la persiana de la habitación no para de dar latigazos, debido al temporal y la tormenta que intuye fuera. 

        Cuando comienza a recuperarse de la pesadilla se levanta. Se dirige presuroso hacia la ventana con intención de cerrarla, no sin antes resbalar en el charco que se ha formado por el agua que se ha colado del exterior. Cae de culo al suelo y expele una blasfemia acompañada de un balido quejumbroso. Se incorpora, con cuidado, y se dirige hasta la cocina, donde recoge un cubo y una fregona. Vuelve hasta el dormitorio, aparta la almohada y coloca el cubo en su lugar. La gotera comienza a imprimir un constante ritmo valiéndose del bombo acústico del cubo. 

        Es entonces cuando se percata de la ausencia de su compañera; se dice que se habrá levantado para ir al lavabo. Comienza a secar el suelo con la fregona, a la vez que, indiferentemente, echa un vistazo al reloj-despertador de la mesita. Se le cae la fregona de las manos al descifrar la hora: las once y media. Sale corriendo sin dirección predeterminada, llamando a voces a su compañera. Se topa con la puerta del lavabo. La abre y la encuentra vacía. Se dirige al salón y encuentra el mismo desamparo. Regresa a la cocina y halla por casualidad la única compañía de una nota sobre el mármol:      

       “Cielo, he tenido que salir de compras. Siento no haberte despertado, pero es que parecías un angelito, y eso que el despertador ha sonado varias veces... Bueno, un besito y hasta luego:         Adelita”.

        Mientras Léxico reprime para sus adentros una serie de imprecaciones, deja caer involuntariamente la nota. Instintivamente, se agacha para recogerla, a la vez que descubre junto a ésta, en el suelo, el envoltorio de algún tipo de medicamento. Recoge el envoltorio junto con la nota y, a continuación, se dispone a echar un vistazo a la marca del mismo; descubre, con anonadamiento, que se trata de un tipo de somnífero capaz de dejar en cama a un caballo durante un día entero. Aturdido y confuso, echa un vistazo a la botella de cava y a las copas que reposan en el fregadero. No tarda mucho en establecer la cadena de asociaciones y a deducir que, si no hubiera sido por aquella gotera, con toda probabilidad hubiera continuado soñando con aquella malvada colegiala hasta la mañana siguiente.

 

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      Léxico cenaría esa noche con Adelita, en su casa. Le extrañó, no obstante, no escuchar los amistosos ladridos de Freddy al entrar en el recibidor. Atentamente, Adelita le explicó que había decidido dejarlo aquella noche en casa de su vecina, con la intención de que aquella velada fuera tan sólo para los dos.
 
Mientras disfrutaban de una romántica cena, velas incluidas, el detective le estuvo contando los detalles de la investigación, mostrando su inquietud por el caso. La bibliotecaria le miró con expresión nerviosa y, a continuación, desviando su mirada, se dirigió a Léxico:
 
        -¿No crees que este caso te está agotando demasiado, cielo?
 
        -¿Qué quieres decir? –quiso saber, a su vez, Léxico-.
 
        -No sé... –comenzó dubitativa-. La verdad es que me gustaría... No sé, que pasaras más tiempo conmigo... –balbució de nuevo-. Me da la impresión de que ya no me haces mucho caso...
 
        -¿Pero qué dices? –saltó contrariado Léxico-. No he dejado de llamarte todos los días, desde que nos conocimos en la biblioteca... –Léxico rumiaba con decepción la inesperada actitud de Adelita, mientras esperaba que ésta diera su réplica. Lo cierto es que había notado algo extraño en la actitud y el ánimo de la bibliotecaria durante aquella noche.
 
        -Ya... Pero creo que este caso te está apartando poco a poco de mí –después de dar un sorbo a su copa de cava, propuso a Léxico-. ¿Por qué no dejas el caso, cariño? Podrías alegar tu mal estado de salud y no creo que hubiera problema si se encargaran del asunto otros de tus compañeros... Además, así estaríamos más tiempo juntos.
 
        Léxico se quedó unos instantes perplejo ante la sorprendente insinuación de la bibliotecaria. Al cabo, decidió incorporarse y abandonar la mesa, mientras se decidía a dar una respuesta:
 
        -Me temo que no estás en tus cabales, guapa... ¿De qué me estás hablando, si se puede saber? –comenzó excitado, Léxico-. ¿Salud? Nunca he estado mejor... ¿Dejar el caso en manos de otro? Ni pensarlo... Además de que echaría al traste mi reputación, no creo, modestia aparte, que haya ningún otro agente capacitado para semejante caso –dijo mientras dejaba la servilleta sobre la mesa-. Así que si vas a salir con tonterías como esas, mejor nos vemos otro día, si te apetece...
 
        Mientras Léxico se disponía a coger su gabardina y, seguidamente, dirigirse hacia la puerta, Adelita salió corriendo en su busca, tratando de disculparse:
 
        -¡Perdóname, cariño! ¡Por favor, te lo ruego! –suplicó-. Lo siento, de verdad... Tan sólo me preocupaba por ti... Pensaba que quizá ya no me querías... Pero me he dado cuenta de que he sido egoísta, y de que tu oficio es muy importante para ti...
 
        -Bueno, pues me alegro... Me quitas un peso de encima... No obstante, he de irme, mañana tengo mucho trabajo...
 
        -Oh, por favor... –rogó Adelita, mientras le pasaba la mano por su pecho-. Quédate esta noche conmigo, cariño... Me quiero disculpar como te mereces, con un buen premio... Anda, hazlo por mí.
 
        -Está bien... –accedió Léxico, después de remolonear un poco-. Pero acuérdate de poner el despertador a las siete...
 
        -Claro que sí, mi amor... –contestó Adelita, mientras le abrazaba y le soltaba un beso en los morros. Léxico le correspondió, posando una mano en su cadera y, a continuación, aupó a la bibliotecaria para cogerla en brazos.
 
        -Uy, espera un momentín, cariño... –pidió-. Tengo que sacar una botella de cava del congelador, antes de que se me olvide. Mientras tanto, ¿por qué no te pones cómodo en el dormitorio? Iré a buscar unas copas, para brindar más tarde, y de paso me pongo un picardías...

        

        -Genial... Peron no tardes, ¿eh?

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          “Sabor a fuel” había sido retirado del mercado cuatro años atrás, poco después de ser descubierta su elocuente “negrura”. El Comité Central creía haber dado por destruidas todas las copias y ejemplares del libro, además de que el autor del libro había sido puesto a disposición judicial y posteriormente vetado. Así, pues, en un principio se hizo extraño el hecho del hallazgo de aquel ejemplar en la biblioteca de la Facultad; no obstante, suponía un hecho factible, ya que era conocida la proliferación de mafias negras y de ciertos individuos que se ganaban la vida recuperando novelas y fanzines que habían sido retirados del mercado por presunta “negrura”. En muchas ocasiones, eran estos mismos escritores “negros” los que editaban nuevos ejemplares y los vendían a precios astronómicos en el mercado negro. Ahora, por tanto, se unía el hecho de que se hubieran encontrado más ejemplares, lo que hacía suponer que un “negro” o algún otro individuo con probabilidades mercantiles y mafiosas había montado un nuevo engranaje para hacer proliferar su negocio sucio.

        Begoña Mataporros continuó dando sus explicaciones sobre el caso al comisario y a Léxico, que escuchaban atentamente:

        -Como ya le he dicho, cuando le vi el otro día pensé que usted era de estupefacientes, y por eso salí a toda hostia... Y en cuanto a lo del “tocho”, como le he dicho me lo regaló mi papi, hará un mes. Lo que ya no tengo ni idea es dónde lo compró o quién se lo dio. 

        -Muy bien, preciosa... –contestó sonriente Hiato-. No sé por qué, pero te creemos. El único dato, pues, que deberías facilitarnos en este preciso instante es el paradero de tu estimado papi, para hacerle algunas preguntitas al respecto... 

        -¡Ufff...! Pues va a ser chunga la cosa... –contestó-. Más que nada, porque no tengo ni pajolera idea... Siempre es él el que me llama, y casi siempre quedamos en mi “keli”. ¡Ah, bueno! Me acabo de acordar de una cosa... Tengo unas entradas para ir mañana a “Crónicas Prusianas”, ya que, como supongo sabrán, mi viejo es colaborador habitual del “pograma”, y me consigue un par cada semana...
 
        -Ahá... –intervino Léxico-. O sea, que mañana tú y yo nos iremos a ver un rato la tele en directo, ¿no es así?
 
        -Bueeeeeno... –contestó fastidiada-. Tendré que decirle a mi colega Pili que he ligado y me voy con el mismísimo Philip Marlowe al programa...
 
        -¡Pero qué mona que eres, nena!
 
        -¡Oye, no te pases, capullo! ¿A que te meto?
 
        -Menos lobos, caperucita... –inmediatamente, Léxico sacó un revólver de su gabardina y apuntó a un metro de su cara. Con expresión implacable introdujo su dedo índice por la ranura del gatillo que, a continuación, apretó, accionando una palanca que permitió salir del cañón de la pistola de juguete una banderita con la inscripción “¡Bang!”.
 
        -¡Hijo puta! -espetó Begoña, con cabreo.
 
        Mientras el comisario Hiato y Léxico continuaban riendo, éste sacó otro revólver del costado izquierdo de su gabardina, y retomando una firme expresión , se dirigió a la sospechosa:
 
        -Recuerda que tu calidad de sospechosa sigue en vigor, así que espero no se te ocurra ninguna tontería, porque éste –señaló el revólver- sí es de verdad... Así que espero te portes bien mañana...
        

         -Claro que sí, mam..., digo, agente...

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En la sala de interrogatorios, el comisario Hiato daba vueltas alrededor de la mesa, echando de tanto en tanto una mirada furtiva a Begoña Mataporros. Finalmente, recibiendo un gesto de aprobación de Léxico, se decidió a sentarse frente a la joven y, con voz suave, aunque soberbia, comenzó a informar a la sospechosa:

-Supongo que conoce usted la magnitud del aprieto en el que deambula... Así que vamos a dejarnos de florituras y otros fútiles escarceos, con la intención de arribar pertrechos al meollo de la cuestión...

-¿Mande? –interrumpió la joven, con cara de aturdimiento.

-En otras palabras... Que empieces a soltar por esa preciosa boquita, monada...

-Lo llevas claro, gorilada... –contestó con indiferencia Begoña-. No pienso decir ni pío si no es en presencia de mi abogado...

Hiato se giró hacia Léxico, mostrándole una cómica sonrisa, a la que el agente correspondió incluyendo un repentino arqueamiento de cejas. A continuación, una breve risa, correspondida por una tos reprimida. Seguido de una carcajada, correspondida por un gran alborozo de risas. Una vez calmadas las risas, Hiato se volvió de nuevo hacia Begoña:

-Pues claro, cielo... Faltaría plus... ¿Sabes? Hemos investigado en tu ficha y, ciertamente, no tienes ningún antecedente por delito literario... Por otra parte, sabemos perfectamente quién eres y quién es tu “renombrada” familia. También conocemos, no obstante, tus antecedentes como camellita de tres al cuarto, aunque eso no nos interesa...

-¿Cómo? –se extrañó Begoña-. Entonces, ¿vosotros no sois de estupefacientes?

-Pues no, chica... No sé si te has enterado de que estás en el CCPCL o, dicho de otra manera, el Comité Central por la Prevención de Crímenes Literarios.

-¡Coño! –se dirigió a Léxico-. Pues yo que pensaba que el otro día andabas buscando mierda en mi mochila...

-¡Bueno, pues no! ¡Y deja de una vez de hacerte la tonta! –contestó con énfasis el comisario Hiato-. ¡Ah! Por cierto... No creo que “tu abogado”, ese tal Fernández-Meréndez (en busca y captura desde hace meses) esté localizable en este momento... Así que empieza a soltarnos ya qué cojones tienes que ver en el caso “Sabor a Fuel”.

-¿”Sabor a Fuel”? Ah, ese libro... –contestó aliviada-. Es un regalo que me hizo mi viejo por mi cumple... ¿Qué pasa con ese tocho?

Hiato instó a Léxico a que le acompañara fuera de la sala. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió con cara de preocupación al agente:

-Verás... No quería decirte esto todavía, más que nada para que no desviaras tu atención del caso en concreto. Lo cierto es que hace una semana se encontró otro ejemplar de “Sabor a fuel” en la biblioteca municipal. Hace tres días también se halló otro en manos de un conocido empresario de la ciudad. En fin... Que parece ser que no se trata de un caso aislado... Así que debemos andar con pies de plomo...

-Ya veo... –contestó pensativo Léxico-. ¿Qué opina de la estudiante? A simple vista parece una mosquita muerta, a pesar de su desfachatez...

-Bueno, quizá nos esté diciendo la verdad... Es probable que su padre, ese tal Coto, le regalara ese ejemplar... En ese caso, vería mucho más factible que ese menda tenga alguna relación directa con el caso.

-Habrá que localizarle... –propuso Léxico-. En fin, ¿qué le parece si continuamos con el interrogatorio?

-Por supuesto... Vamos a persuadir un poco más a la niña...

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Léxico acababa de ponerse la barba postiza y unas metálicas gafas de sol, cosa que hizo que la decana soltara una tímida risilla. Mientras ésta servía a Léxico una nueva taza de café de la máquina
de su despacho, se escucharon unos toques en la puerta. Se dirigió la mujer hasta la puerta y, abriéndola, se encontró frente a la desgarbada, aunque estilizada, figura de Begoña Mataporros. Ésta, con cara fastidiosa, se dirigió a la mujer:

-Bueno, aquí estoy, tí... digo, señora dire... Bueno, ¿me va a dejar usted entrar, o ya me puedo ir?

-Pasa, pasa, Begoña... –contestó presta la decana-.

Begoña entró en el despacho y echó una curiosa ojeada a las paredes adornadas por las orlas; al instante, descubrió a Léxico sentado junto a la mesa del ordenador; aunque le pareció un hallazgo inesperado y extraño, no reconoció al tipo que el día anterior le había estado persiguiendo.

-¿Y éste quién coño es, señora?

-¡Oh, perdona, Begoña! –se disculpó la decana-. Permíteme que te presente a Saul Gómes: es profesor de Literatura Contemporánea, y será él quien te ayude con tu monográfico...

Mientras Begoña se sentaba en la silla colocada enfrente del escritorio, Léxico se incorporó y se acercó a la estudiante.

-Doctor Saul Gómes, para servirte, preciosa... –se dirigió Léxico.

-Encantada, encanto... –contestó burlona Begoña. Mientras saludaba a Léxico, escuchó cómo a sus espaldas la decana cerraba con llave el despacho, cosa que le pareció de mal agüero-. ¡Hey, qué pasa! ¿Es que acaso vamos a montar una orgía?

-Ja, ja, ja... –rió ruidosamente Léxico-. ¡Qué sentido del humor tiene nuestra estudiante! ¿No es cierto, señora decana?

Mientras la decana asentía sonrojada, Begoña observó con detenimiento la gabardina que colgaba del perchero contiguo.

-Esa gabardina... –dijo pensativa, casi entre dientes-.

-¿Qué dices, niña? –preguntó Léxico mientras se quitaba indeliberadamente las gafas.

Begoña se fijó en los ojos de Léxico; hizo un rápido, aunque escrutador estudio de su físico, y volviendo a echar un vistazo a la gabardina, logró llegar a una más que firme asociación de ideas y coincidencias. Enseguida, sus ojos se dispararon, mientras su cuerpo y su mente urdían un rápido y eficaz intento de huida.

-¿Qué te ocurre, Beg...?

Léxico no pudo acabar su frase, ya que, inesperadamente, se topó con una avalancha de papeles y utensilios de escritorio que habían salido despedidos de las ágiles manos de Begoña. A continuación, recibió una contundente patada en su espinilla derecha, cosa que hizo que el agente se tuviera que agachar quejumbroso en el suelo. A continuación, se dirigió encolerizada la estudiante a la decana, y se dispuso a un forcejeo para arrebatarle las llaves que ésta sujetaba con fuerza en su mano. Una presión en su brazo derecho, y un frío acero en su nuca, calmaron súbitamente los ánimos agresivos de la estudiante, mientras la voz de Léxico susurraba a su espalda:

-Me temo que los jueguitos ya se han acabado, muñeca... Estate quietecita y haz el favor de sentarte justo donde estabas. Recuerda que tenemos que seguir hablando de literatura... y de mafias literarias...

Léxico llevó a Begoña hasta la silla; le hizo poner las manos en la espalda y la esposó. Comunicó a Begoña que estaba detenida como sospechosa de crimen literario. Minutos más tarde, llamó al Comité Central para pedir refuerzos, y una vez llegados, se llevaron a Begoña Mataporros para realizarle un detallado interrogatorio.

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